CONTRATAPA

Minas, mineros y minaretes

 Por Rodrigo Fresán

Desde Estambul

UNO De un lado está Europa y del otro está Asia. Un río las separa, pero –cruzar silbando “Istanbul (Not Constantinople)”– un puente las une. Si todo fuera tan sencillo... Y, ahora que lo pienso, silbar “Istanbul (Not Constantinople)” es algo casi imposible.

DOS Lo obvio, claro, sería Estambul, de Orhan Pamuk. Digo: si uno siguiera siendo ese tipo de persona que, en los viajes, se lleva libros con el nombre del lugar al que viaja en el título. Pero ya no. Se acabó eso de París era una fiesta, Campos de Londres, Cuarteto de Alejandría, Galápagos, Amsterdam, Berlín Alexanderplatz o Dublineses. Para Turquía me llevo el último del autor de L. A. Confidencial, novela que nunca me llevaría a Los Angeles. La nueva y explosiva memoir horizontal pero retorcida de James Ellroy: The Hilliker Curse. Y digo “explosiva” porque sus menos de doscientas páginas –subtituladas My Pursuit of Women– son literal y literariamente la historia de un Big Bang y su larga onda expansiva. Aquello que comenzó –ya lo sabemos por la anterior Mis rincones oscuros– con el asesinato nunca resuelto de una madre y se perpetúa a lo largo y ancho de los cuerpos calientes de hembras fatales para el autor que las persigue hasta el abandono y, luego, invocarlas desde un paisaje devastado junto a una cama deshecha. Es que para Ellroy las mujeres son, sí, minas. Para Ellroy, las mujeres explotan. Explotan en su cara al escribirlas y, leyéndolas, en la nuestra. Con esa prosa de ametralladora, acribillando todo pudor o escrúpulo. Y sin embargo, en el aire, uno no puede dejar de seguir leyendo hasta que los acontecimientos se precipitan y el avión aterriza.

TRES Haciendo la cola para que me estampen mi visado, en el aeropuerto de Estambul, de pronto me acuerdo: ¿Hubo una película que se llamaba Mirta, de Liniers a Estambul? Estoy casi seguro de que sí. Podría consultarlo vía Internet, en el hotel. Pero, para cuando llegue a mi habitación, seguro que ya no me acuerdo. Paradoja: el acceso al vértigo de una memoria absoluta nos ha vuelto tanto más olvidadizos.

CUATRO ¿Será la vista desde los altos del Hotel Adamar la mejor de toda Estambul? Decido que sí –estaré aquí apenas 24 horas y punto– con esa certeza despótica de los viajeros relámpago. Allí, en el atardecer, el cielo es rojo y las siluetas de las mezquitas compiten entre ellas mientras, desde todas partes, brota el canto de los muecines. Y mientras camino rápido por la ciudad, tachando greatest hits (Santa Sofía, Mercado de las Especias, Gran Bazar, cisternas, Mezquita Azul), esquivando multitudes de hombres que alzan los brazos al paraíso y de mujeres religiosamente cubiertas ligeramente, ligeramente paranoide como todo turista en tierras extrañas (¿tocará justo aquí el próximo little big bang?), me acuerdo de aquella aventura del Corto Maltés. Allí, el aventurero más internacional mataba a un muecín y ocupaba su puesto y, para no ser descubierto, salía al minarete para gritar cualquier cosa.

CINCO La palabra árabe muecín equivale, en árabe, a gritador y cómo grita el presidente chileno Sebastián “Abrazator” Piñera. Siempre al borde del pozo. Tan contento de que lo esperen para no perderse la foto o la cámara. Diciendo cosas como “cantemos con el casco sobre el corazón” o –momento impagable– ese “¡Viva Chile, mierda!” con carita de chico bien educado que comete impensable travesura, con cara de “Uy, dije mierda”. Lo veo todo, en vivo y en directo y, sí, hubo un tiempo en los noticieros, en que el vía satélite se anunciaba como un lujo raro y poco frecuente. Ahora no: ahora todo sucede al mismo tiempo en todas partes y ahí van saliendo, uno a uno, los mineros de una mina mucho más peligrosa que cualquier mina del minero Ellroy. Felicidades a todos ellos, pero cuidado con las tanto o más peligrosas profundidades de la superficie. Ya se han anunciado sabrosos premios y botines para los protagonistas de esta edición underground de ¡Viven! Recompensas que incluyen concentraciones patrias para aclamarlos, crucero por Grecia, invitación a un partido del Real Madrid, contratos por entrevistas y libros y películas y –para ese subterráneo fan de Elvis– visita privada a Graceland. Y esto es sólo el principio de algo que tendrá final y uno no puede sino evocar lo que les pasaba a aquellos primeros legendarios ganadores del Prode que nunca pudieron reponerse de la mala suerte de tanta buena fortuna. “He pensado y voy a cambiar mucho”, advirtió uno. “He sufrido mucho y no quiero sufrir más”, precisó otro. Y ambas frases tienen algo de conmovedor pero, también, de inquietante. Desde aquí hago votos para que Piñera no los esté esperando en sus casas, debajo de la cama o dentro de un placard. Y ahora –loop interminable, end of the world news– la realidad ya está preparando una nueva historia irreal pero cierta. Y paren las rotativas y enciendan, otra vez, las cámaras nunca lentas y siempre rápidas.

SEIS Mientras tanto y hasta entonces, minucias y pequeñeces. Y los abucheos a Zapatero –quien un par de días antes, mientras se precipitaba por túneles mal apuntalados en las encuestas, había afirmado que su continuidad política y posible candidatura para las elecciones generales de 2012 “será una decisión muy personal”– durante el desfile del 12 de Octubre, Fiesta Nacional y Día Grande. Y nadie pareció inquietarse (o sí, pero no lo dijo) porque semejante resolución política se entienda como asunto privado a tramitarse a solas. Así que a esperar al año que viene mientras aliados y contrincantes del PSOE miran arriba y abajo y Rajoy –lo único que sabe hacer– sonríe entre bambalinas sin decir que habrá de convertirse en el próximo a tomar “decisiones personales”. El rey se enojó por el griterío, el príncipe también, y Letizia vistió pantalón en lugar del vestido corto de rigor volviendo a provocar desgarro de vestiduras entre los que la acusan de fuera de lugar y posición además de lucir populares y económicas prendas by Zara & Mango. Y el gobierno intenta ahora pactar un impracticable protocolo para que esto no vuelva a suceder (lo de los insultos y pedidos de dimisión de viva voz; no lo del pantalón de Letizia) y así evitar la mala educación cívica de gente molesta pero también, de paso, de aulladores indignados por el derrumbe de la crisis, atrapados en galerías inaccesibles, como esos canarios en las minas de carbón, preguntándose cómo van a hacer para salir de ahí abajo, donde la luz no llega pero (hey, volvió a subir la factura) te la cobran lo mismo. Y –atención, tomen nota– esto es lo más inquietante de todo: entre esos disconformes e iracundos cada vez hay más grupitos de quinceañeros de buena posición, sin cascos pero con cocodrilitos sobre el corazón, convocados vía Facebook y Twitter. Chicos que llegaron allí enarbolando banderas franquistas y cantando “Cara al sol” mientras, en el cielo, los aviones pintaban el azul de rojo y amarillo.

SIETE Las nuevas novelas de Douglas Coulpland y Alberto Fuguet transcurren en aeropuertos. Sincronicidad si la hay; y yo –de regreso a España, Ellroy ya acabó– ahora hojeo un libro que me compré en la indispensable librería Robinson de Estambul: Under the Sun: The Letters of Bruce Chatwin. Más postales que cartas porque –siempre en tránsito– Chatwin escribía corto y preciso. Y busco y encuentro una desde Buenos Aires –fechada en 1974, Hotel Lancaster, para Elizabeth Chatwin, esa tan paciente Penélope– donde el inglés describe la ciudad como “una definitivamente bizarra combinación de París y Madrid pero sin sedimento histórico, con avenidas alucinantes donde ni siquiera la más humilde ama de casa se ve obligada a sacrificar sus aspiraciones de María Antonieta”. Yo describo a Estambul como una versión mil y una noches del Distrito Federal de México y vine aquí para dar una conferencia sobre el Buenos Aires literario. Ese fervoroso Buenos Aires de los libros que, para mí, es cada vez más real que el Buenos Aires en el que alguna vez viví y escribí y leí y al que difícilmente alguna vez vuelva (sin Adán Buenosayres en el bolso) para dar una conferencia sobre Estambul. Ese Buenos Aires fundado por segunda vez por Juan de Garay que –con el correr de los años– para mí es ese único Buenos Aires donde, en un sótano de la calle Juan de Garay, todavía late el aleph desde el que se puede ver la totalidad del inconcebible universo.

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Imagen: AFP
 
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