CONTRATAPA

Alfonsín reordena la casa

 Por Martín Granovsky

A Raúl Alfonsín no le gusta que le escriban los mensajes. Los prepara él mismo. Amigos del ex presidente que lo visitaron durante los últimos días en su departamento de Avenida Santa Fe comentaron a este diario que lo encontraron enfrascado en un texto que refleje bien esta idea: la Ley de Obediencia Debida estuvo bien en su momento pero la Argentina cambió desde 1987. Y si la Argentina cambió, dice el argumento, Alfonsín no considera la Obediencia Debida dentro de su patrimonio actual como parte de su identidad política. Alfonsín piensa lo mismo de la Ley de Punto Final, lanzada a fines de 1986 con el supuesto fin de no abrir más procesos a militares por violaciones de los derechos humanos.
La reflexión de Alfonsín es que cuando impulsó ambas leyes lo hizo condicionado por su temor a que la Argentina perdiera su democracia, reinaugurada el 10 de diciembre de 1983.
El ex presidente está repitiendo en las últimas semanas que esas leyes no le gustaron ni cuando las hizo.
“Si el Presidente Kirchner tiene la convicción de que anulando las leyes no hay ningún peligro para la democracia, perfecto, hay que respetarlo”, dice Alfonsín según cuentan quienes discuten con él.
A primera vista, el pensamiento de Alfonsín parece una reivindicación personal. No es así. Si el ex presidente, por ejemplo, transmitiera el mensaje a los legisladores más o menos con las mismas palabras que usa en privado, la lectura sería evidente: hablar contra la Obediencia Debida y el Punto Final hoy no es atacar el gobierno de Alfonsín. No estaría en juego la identidad de la UCR. Los senadores y diputados podrían encolumnarse junto con Néstor Kirchner o Elisa Carrió sin pensar que cometen delito de leso radicalismo.
Alfonsín ganó la presidencia prometiendo que, a la hora de castigar a los militares, distinguiría entre tres niveles de responsabilidad: los que dieron las órdenes, los que obedecieron y los que se “excedieron” en el cumplimiento de la orden. Después el Senado amplió la gama de los militares que podían ser procesados e incluyó a los que hubieran cumplido órdenes atroces y aberrantes. Por ejemplo, torturar. Alfonsín nunca estuvo de acuerdo con la ampliación. Tampoco, obviamente, se alegraron los sospechosos, los cuadros medios y operativos de la represión, que terminaron levantando al Ejército en la Semana Santa de 1987. La Ley de Obediencia Debida fue la corrección del número de militares punibles a su límite original. Pero surgió tras la presión militar, y su aceptación marcó el comienzo del declive radical, que se acentuaría con la derrota bonaerense de Juan Manuel Casella a manos de Antonio Cafiero en septiembre de 1987.
Las crisis militares plantearon un debate. Alfonsín dijo que la democracia no tenía la fuerza suficiente para defenderse de planteos militares a repetición. Los críticos de esa posición dijeron, en cambio, que los golpes ya no eran posibles, en buena medida por falta de apoyo de Washington, y que ceder a las presiones marcaría una debilidad creciente del poder político.
La discusión sería solo para historiadores si no fuera porque la Corte Suprema debe pronunciarse sobre la Obediencia Debida y el Punto Final. Si invalida las leyes, la Justicia seguirá su ritmo. Las Fuerzas Armadas protestarán solo si ganan espacio político, si el Ministerio de Defensa se transforma en el vocero de una minoría militar. Si la Corte valida las leyes se redoblará el reclamo de las víctimas o sus familiares ante los organismos internacionales. Las variantes no incluyen, en ningún caso, una nueva rebelión militar ni nada que se le parezca.
Si Alfonsín convierte su pensamiento en mensaje, estará hablándoles a la Corte, a sus operadores frente a la Corte, a los que dicen representarlo ante la Corte y, sobre todo, a sus propios diputados y senadores, que porahora son el resabio institucional más importante de un partido que parece extinguirse. Pondrá, esta vez sí, la casa un poco más en orden.

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