CONTRATAPA

La sangre no lava la sangre

 Por Susana Viau

La noticia del desembarco en Malvinas había caído como una bomba sobre los argentinos que estábamos en Madrid, hasta allí convencidos de que si los militares habían desistido del plan demencial de un enfrentamiento armado con Chile, no quedaba más lugar para otra fantochada. Estábamos equivocados. El 2 de abril reabrió entre los grupos de exiliados un debate difícil y siempre sofocado por un discutible sentido de la responsabilidad y la urgencia de las denuncias. Era una polémica que venía desde mucho antes, del otro lado del océano, y ya había dividido aguas en torno del Campeonato Mundial de Fútbol de 1978. De un lado Montoneros, sosteniendo sobre la hora que no debían ponérsele obstáculos a su realización; del otro, la izquierda con el proyecto de un boicot que expresara el creciente repudio internacional a la masacre y la distribución de boletines que señalaban las sedes y su proximidad con los campos de concentración. “La Guerra del Atlántico Sur”, como la llamaban los medios españoles en sus emisiones diarias, volvió a exhumar las diferencias que, esta vez, quedaron expuestas a cielo abierto.
El clima que siguió al desembarco era perturbador: la televisión española mostraba la muchedumbre congregada en la Plaza de Mayo, vivando lo que prometía ser una gesta; Sabato aterrizaba en Madrid y entre sollozos reclamaba apoyo para una Argentina en guerra; los Montoneros hacían explícita su adhesión y se ofrecían como voluntarios para sumarse a las primeras líneas. La izquierda discutió a la sordina la legitimidad de aquella guerra que Leopoldo Fortunato Galtieri sacaba de la manga; si las Malvinas eran técnicamente un territorio ocupado; si se trataba de una colonia de repoblación. Parte de esa izquierda era la pequeña agrupación que habíamos constituido, compuesta por fragmentos de militancia, refugiados, exiliados, ex presos políticos. A esa agrupación también le costó tomar una decisión. Intuíamos que Londres trataría de aplicar un castigo ejemplar a quienes habían hecho dar la vuelta al mundo la foto sus soldados capturados, boca abajo, con las piernas abiertas, con la misma metodología que el Proceso de Reorganización Nacional había practicado hasta el cansancio en las pinzas y los rastrillajes. Algunos de los integrantes de la agrupación, más sabios que el resto en materia de táctica y estrategia militar, sostenían que la audacia de los militares argentinos tenía una chance de salir bien. Una sola: dejar un pequeño destacamento de ocupación y ordenar que el grueso de las fuerzas abandonara el terreno. Una maniobra así obligaba a la corona a movilizar sus efectivos en un viaje costoso y casi ridículo, la forzaba a usar la plenitud de su fuerza para matar un mosquito. Y eso equivalía a un triunfo. Aunque para llevar adelante esa opción hacían falta imaginación, flexibilidad e inteligencia, tres virtudes que los generales no tenían. La incursión era la conclusión forzosa, estaba condenada al desastre.
Al fin, acordamos un texto breve, apenas más grande que una mariposa, de condena a la aventura que pretendía salvar del naufragio a la dictadura en decadencia. La más que previsible derrota argentina, decía el volante, tendría como contracara el fortalecimiento del conservadurismo inglés, de una Margaret Thatcher que había llenado su otra isla de desocupados y hooligans sedientos de cerveza y de grescas. Se trataba de una pelea de bandidos, escribimos, que no valía la vida de un solo conscripto. Un uruguayo, también exiliado, nos aportó una definición sencilla: “Estos tipos quieren lavar la sangre con sangre”. Tan clara, que la usamos como título: “La sangre no se lava con sangre”. Fue distribuido en la multitudinaria manifestación del 1º de Mayo. Llamaba, además, a una reunión del exilio. A la convocatoria respondió una inusitada cantidad de gente y de ese encuentro surgió otro texto. Lo suscribían, entre otros, el actual juez Eduardo Luis Duhalde (fundador, junto a Alipio Paoletti, de la Comisión Argentina de Derechos Humanos –CADHU–) y Ricardo Rojo, autor de un libro que tuvo su fama: Mi Amigo el Che. Fue el “Manifiesto contra la Guerra del Atlántico Sur” y el diario El País lo publicó en sus páginas deopinión. Un asterisco enviaba al pie de la nota que en una exageración notoria señalaba: “Y 500 firmas más”. El manifiesto llegó “como agua de mayo” a los españoles progresistas que no lograban entender qué misteriosos caminos de la conciencia habían llevado a las víctimas de un régimen atroz a ofrecerse para combatir codo a codo con quienes hasta ayer nomás eran sus victimarios.
A aquel vago “y 500 firmas más” se sumaron identidades de carne y hueso: Ana Belén, Víctor Manuel, Antonio Gades, Pepa Flores (Marisol, la ex niña mimada del cine del Caudillo), Carlos Saura, José Sacristán, Eduardo Aute, Rosa León, Carlos Paris. Estaban todos. La flor y nata de la España antifascista. Una conferencia de prensa fue el escenario de presentación del flamante Comité contra la Guerra nacido del Manifiesto. A las cabezas argentinas del comité las acompañaban Fernando Savater, Otero (un comandante antifranquista, hijo de otro comandante fusilado por los republicanos, paradoja que le hacía reflexionar: “Otero es un apellido con mala suerte en el ejército”) y el sacerdote Juan José Rodríguez Ugarte. Una voz entre el público congeló a los cronistas y corresponsales extranjeros que abarrotaban la sala: era la de un sobreviviente de la ESMA contando crispado, muy despacio, qué ejemplos de coraje daban en los sótanos de la Escuela los honorables oficiales que conducían la guerra. Y fue en aquella rueda de prensa que se escuchó, por primera vez, el nombre de Alfredo Astiz unido a las sesiones de tortura de Alice Domon y Léonie Duquet, las monjas francesas desaparecidas. El apellido Astiz no significaba nada para los periodistas presentes. La cara mofletuda y circunspecta, el mechón sobre la frente y la docilidad con que la mano firmaba un acta de rendición iban a darle, a poco de andar, corporeidad al fantasma.

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