CONTRATAPA

Libretos y devenires

Por Eduardo “Tato” Pavlovsky *

Muchas veces trato de imaginar el contenido de conversaciones de personas que están a una distancia que no me permite escucharlas. Sólo las puedo observar a lo lejos. Es un juego muy excitante porque uno intenta no sólo adivinar la relación de los personajes a distancia sino el contenido del diálogo de acuerdo con las expresiones corporales o faciales de los protagonistas.
A veces lo realizo solo caminando y con Susana preferentemente en los bares con parejas que están sentadas lejos de nosotros.
Lo primero es ponerse de acuerdo sobre la relación “entre” ambos personajes elegidos y luego intentar adivinar los contenidos del diálogo. Las reacciones corporales de los protagonistas a veces parecen coincidir con nuestras presunciones imaginativas. Eso produce un inmenso placer estético. La historia se construye por el medio. Alguna vez hice un monólogo secreto frente a un hombre que tomaba café y miraba por una ventana del bar. Imagino el personaje y los pensamientos que devienen de ese supuesto personaje fantaseado.
El otro día caminaba detrás de una pareja –el hombre era corpulento, de gran estatura, y ella, una diminuta mujer de no más de 1,50 de estatura– que llevaba un perrito pequeño con una correa.
Los gestos del hombre eran ampulosos –levantaba sus brazos hacia arriba y vociferaba en forma cada vez más intensa–; yo estaba aproximadamente a unos 30 metros de ellos, lo que me impedía escuchar las palabras del grandilocuente varón. Los brazos giraban como aspas de molino y levantaba la voz en forma creciente y sostenida. Tuve pudor de que pudieran percibir mi presencia. Me era desde atrás imposible observar los gestos de la mujer diminuta ante la exaltada figura de su compañero.
Quería saber si ella estaba llorando –o qué tipo de expresión facial tenía, ¿cuál era su reacción?–. Para lograr verla me cruce a la vereda de enfrente con todo disimulo y percibí que la mujer parecía indiferente. Quiero decir, no había en su expresión facial nada de singular frente al griterío de su compañero. Parecía feliz con su perrito, a quien a veces le dirigía alguna palabra lisonjera. El hombre continuaba su discurso y tuve la impresión de que estaba gozando de sus propias palabras, como esos viejos políticos que parecen ensimismados de sus propios discursos.
Intenté hacer un diagnóstico, pero no lo lograba. La situación era bizarra y extrañaba a Susy, que es muy ducha para estas situaciones complejas. De improviso comencé a percibir que ella había empezado a hablar, pero sin mirar a su oponente. Hablaba despacio y en forma intermitente. Comencé a notar con sorpresa que empezaron a disminuir los gestos de ampulosidad en el varón a medida que ella sostenía su discurso. Pero no sólo eso –su esquema corporal comenzaba a sufrir una rara metamorfosis y su cuerpo poco a poco se fue encogiendo y encorvando hacia la derecha–, parecía que en su rara transformación intentaba colocar su oído derecho cerca de la boca emisora de la dama. Allí me di cuenta de que ella debía de emitir palabras de bajos decibeles y que él necesitaba no perderse ninguna de ellas. Eso explicaba que su altura eréctil de 1,90 se arqueaba hasta el metro y medio de su compañera.
Volví a cruzar para poder observar la escena de atrás. Nada quedaba ya de aquel hombre envalentonado y corpulento, sino la figura de un hombre doblado en sí mismo intentando acercarse a la altura de su compañera de 1,50. La situación no duró poco. Hubo algunas personas que observaban con sorpresa la rara posición del hombre cuando pasaban cerca de ellos. Habían constituido una nueva individuación. Durante cinco minutos ella continuó hablando y él permanecía encorvado. En un momento la mujer dejó de hablar y él comenzó a incorporarse a su primitiva posición erecta. Pero ya no era el mismo hombre, sus hombros parecían vencidos y su altura había disminuido notablemente. No tenía en ese momento más de 1,70. Llevaba sus brazos flácidos colgados de su cuerpo con una cierta actitud simiesca. Continuaron caminando y yo seguí detrás de ellos, tal vez esperando una nueva metamorfosis. Pero todo siguió igual. El, ya encogido, no gritaba más.
Tuve la impresión de que en ese momento él había devenido en el cuerpo de su padre. Pero eran simples especulaciones. Yo me detuve. Los seguí mirando, no hubo cambios. Ella permanecía en silencio y él ahora en su nuevo devenir iba callado. Hubo de golpe un estremecimiento en mí. Fue cuando me reconocí en el devenir dependiente del hombre corpulento frente a la mujer.
Tal vez yo, sin la metamorfosis corporal. Pero cuando tengo miedo de que Susy se enoje conmigo siento que me encojo, que me achico corporalmente y pensé: el devenir niño y el devenir madre. Dilema imposible de resolver para el varón. Pero tan atractivo como espectacular. Cuánto esteticismo en esa dependencia. Tuve la necesidad de tirar dos o tres trompadas al aire como intento de recuperarme ante la identificación con el grandote. Pero no lo logré. Al entrar a casa medía 1,67 como era la estatura de mi padre. Cosas de la vida, me dije a mí mismo, mientras una sonrisa sentí que surcaba mi boca.

* Autor, actor y psicoterapueta. Entre sus numerosas obras se cuentan El Señor Galíndez, Potestad, Telarañas y La muerte de Marguerite Duras.

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