CONTRATAPA

Con bastón blanco y pelo rubio

 Por Susana Viau

T. casi no ve. No es nuevo para ella, que sabe desde la adolescencia que así se desarrollan casi siempre las cosas con la retinosis pigmentaria. Lo cierto es que me lo anunció el día que llamó por teléfono para avisar que estaba en Buenos Aires: “Uso bastón blanco”, me dijo, y agregó: “Tengo el pelo rubio”. Lo primero es una verdad a medias, tiene el bastón blanco plegado en el bolso; lo segundo, una rotunda mentira. “Lo que pasa es que España es el país de Europa donde las mujeres más se tiñen de rubio”, se burla. La verdad es que T. es una mujer con enorme sentido del humor, un personaje extraño. Era una chiquilina cuando llegó exiliada a Galicia. Buscándola, el ejército había derrumbado con una granada la puerta de la casa, en Barrio Norte, porque la de T. es una familia elegante. Después de un tiempo, con su novio gallego, se instaló en Madrid. Pero T. es lo que por aquellas tierras llaman un culo de mal asiento y en una de esas vueltas de la vida sintió que la revolución sandinista la convocaba. Ahí se fue, con su visión de cámara fotográfica y dejando sumido en la tristeza al encantador muchacho de Vigo. El día que en Managua sus jefes le preguntaron qué destino quería como corresponsal, ella contestó sin vacilar: “Matagalpa”. T. no veía dos en un burro, pero no podía menos que pedir una zona de frontera, al lado de los contras y de la guerra. Regresó a Madrid unos años más tarde y con un niño, pese a que los médicos le habían advertido que el embarazo aceleraría la ceguera. El paso siguiente fue refugiarse en uno de los pueblos rojos de Andalucía, pequeño, pequeño y con un alcalde comunista.
Nos reunimos para recibirla. T. nos cuenta que está bien, que la va llevando. “Vendo cupones de la ONCE”, suelta. Los “cupones” son del loto y la ONCE, que empezó como mutual de los ciegos del bando nacional, es hoy una potencia empresaria. T. vende sus cupones en la puerta de un mercado. Todo hay que decirlo, los vendedores de la ONCE son una institución ibérica, como las vendedoras de tabaco o las castañeras. “Me viene muy bien se sincera T., porque estoy en plantilla y tengo la prepaga para mí y para el niño.” T. tantea a su alrededor, localiza la cartera, hurga entre un montón de chucherías y saca una fotos. Nos muestra lo grande y lo lindo que está el chico. En una de las fotos está ella, en la puerta del mercado, con un bonete y un traje largo, toda de amarillo. “¿Disfrazada de papisa?”, me juego, y ella se larga una carcajada descomunal. “¡No, mujer, que estoy de hada. ¿No te das cuenta?” Entonces explica que se ha disfrazado varias veces, “de princesa, el día de la boda de Felipe. Fue todo un éxito. Desde los autobuses me gritaban “¡Guapa! ¡Más guapa que esa Letizia!” También se ha vestido de polichinela, con un gorro de cascabeles, y de Caperucita Roja. T. pela otra foto para probar que no miente. Lloramos de risa con esa mujerona de caperuza y canastita: “Lo hice por divertirme. Pero a mis clientes les gustó. Yo estoy en el grupo de baja rentabilidad. O sea... de los que venden poco. Con el disfraz vendo más, pero no puedo alquilarlo siempre”.
Yo creo que, en verdad, a T. se le debe haber estrujado el corazón el día en que se paró con su ristra de “cupones” en la puerta del mercado. Normal: todos los que han sido arrojados a la calle sienten el ardor de esa lastimadura narcisista. ¿Y de qué manera se cura eso? Como lo hace ella, llevándola a su máxima expresión: “Tú me destierras por dos/ yo me destierro por cuatro”. Con esa compadrada, el Cid le estaba haciendo saber a Alfonso VI que no podía ofenderlo, que no podía humillarlo, que nadie podía infligirle una herida más profunda que la que él era capaz de hacerse a sí mismo. Y T. tiene algo de esa sustancia: se arma con el bastón blanco anticipándose a la oscuridad total; desafía su naturaleza miedosa pidiendo el destino de más riesgo; protegida por el ridículo, con el descaro grandioso de una reina, borra la palabra vergüenza de su diccionario privado. Bueno, no tanto. Se la escucho pronunciar de madrugada, con esa voz grave y áspera que le va tan bien, cuando alguien le cuenta que quizás haya un dinero para compensar los días de exilio.“¡Bueno, bueno! ¡Qué locura, tío! dice ella, tan necesitada ¡Mirá, fijáte!..., si me corren escalofríos de vergüenza.”

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