CONTRATAPA

Európolis

 Por Rodrigo Fresán

UNO Hay muchas maneras de definir y comprender a esta Europa que –diga lo que diga Rumsfeld– no es ni nueva ni vieja, pero que no deja de crecer y de reescribir un mapa que ahora contiene a veinticinco países. Una de las posibles acepciones del término sería la de “continente a donde se envían valijas non-sanctas desde aeropuerto argentino”. Pero sería una visión muy parcial. Digamos mejor que Europa es una suerte de monstruo de Frankenstein, cosido a golpe de guerras y de treguas, antiguo y moderno, multiétnico y políglota, y –situación complicada– ubicado histórica y geográficamente justo entre el actual Imperio Americano y el inminente Imperio Chino. Un continente que por estos días convoca a referendos varios para acabar de legitimar una suerte de credo existencial: su constitución en mosqueteril plan uno para todos y todo para unos. Esa electricidad lírica que moverá a una criatura que, seamos sinceros, ya se mueve desde hace unos cuantos años gracias a la relampagueante y materialista energía de algo que se llama euro.

DOS Y el primero de los referendos fue español y tuvo lugar el domingo pasado, y confirmó lo que ya todos tenían perfectamente claro: la mayoría de la población está a favor del Sí a la hora de rubricar una carta magna continental y, también, a la mayoría de la población poco y nada le interesa el asunto. Es decir: el cuarto referendo en la historia de la democracia española –los anteriores fueron sobre la reforma política, la Constitución Nacional y la entrada en la OTAN– fue el que menos convocatoria ha conseguido. Y ya saben: el PSOE lo considera un éxito y el PP un fracaso. En números: un 76 por ciento de los que fueron a votar metió papeleta a favor; pero ese 76 por ciento apenas representaba al 42 por ciento del padrón que decidió darse una vueltita dominguera por las urnas. El resto –a pesar de contundentes campañas publicitarias y reparto gratuito del espécimen con los diarios del fin de semana– piensa en otras cosas entre las que no se cuenta la tantas veces invocada “Idea de Europa” (George Steiner publicó un luminoso texto sobre el asunto no hace mucho) y a duras penas concilian la idea de una España dividida en autonomías y agrietada por temas más cercanos. Asuntos como la reciente regularización de extranjeros, el nuevo coletazo de una ETA lista para matar otra vez, la agonía del Real Madrid y el siempre frágil éxtasis del Barça y –hablando de movimientos telúricos y accidentes geográficos– el hundimiento de parte del Barrio del Carmel por las obras del metro (en Barcelona) o el incendio de la Torre Windsor (en Madrid, horas después de que Charles “Windsor” de Inglaterra y Camilla anunciaran su compromiso; cualquier oráculo no dudaría en augurar, a partir de semejante señal, días aciagos para la parejita). Grietas y fuego y no se habla de otra cosa: edificios evacuados y derribados antes de que se vengan abajo (con las pertenencias de toda una vida adentro y, después, a revolver escombros) y un rascacielos vacío ardiendo en la noche hasta que la filmación de un video-aficionado revela a varias sombras en una ventana y, de pronto, la duda: ¿quiénes son?, ¿terroristas?, ¿fantasmas?, ¿dónde van los espectros cuando se quema la casa embrujada?

TRES Hablaba de esto –del misterioso Expediente X del Windsor– con el escritor Enrique Vila-Matas, la mañana del referendo. Le pregunté si iría a votar y cambió de tema. Vila-Matas estaba mucho más interesado en las posibilidades conspirativo-ectoplasmáticas del incendio. Lo que no quita que Vila-Matas se hubiera pronunciado, cívico y responsable, sobre la cuestión en un periódico. Cito: “Me despierto y lo hago rodeado de bibliasazules que reproducen el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. El domingo pasado dejó en mi casa una estela de esas pequeñas biblias que repartían gratuitamente los periódicos y que terminé por coleccionar aunque, a decir verdad, fueran libros azules todos aparentemente iguales, a la espera de las versiones finesas, lituanas, eslovacas, francesas, maltesas, suecas, que, por otra parte, también habrán de ser iguales y dirán lo mismo, aunque quizá no digan –no hay poesía en el Tratado– que Europa es demasiado grande para estar unida, pero es demasiado pequeña para estar dividida, lo que significa que, para bien o para mal, siempre convivirá con ese doble destino...”.

CUATRO Bien dicho y otra vez yo y más adelante, en su artículo, Vila-Matas temblaba ante la posibilidad del avance de “extrañas fuerzas que parecen proceder de nosotros mismos”. No creo que Vila-Matas se refiriera aquí a las sombras en el Windsor –porque el edificio aún no había ardido cuando escribo lo anterior– sino a algo mucho más inmemorial y poderoso y, sí, europeo que un incendio. Pensaba en eso la otra noche mientras buena parte de la hinchada de un partido de fútbol irritaba a un formidable crack africano emitiendo ruidos simiescos cada vez que el tipo se llevaba la pelota rumbo al gol; pensaba en eso viendo un documental sobre las cada vez más caudalosas juventudes europeas neonazis; pensaba en eso a la salida del cine, luego de dos horas y media de El hundimiento, la formidable película de Oliver Hirschbiegel en la que Bruno Ganz –quien debería llevarse un Oscar en este año plagado de biopics pero, claro, quién se animará a premiar al Führer– crea y recrea a un Hitler monstruoso, pero “humano”. La película, leo, conmocionó a los alemanes al refregarles por la cara la realidad de que fue un loco del mal y no un genio del mal quienes los arrastró hacia el abismo sin dificultad o resistencia alguna.

CINCO Aquí y ahora, la situación y las intenciones son otras; pero cómo no inquietarse un poquito ante las declaraciones de un entusiasta Gerard Schröeder afirmando –horas antes de la llegada de un triunfante Bush a Bruselas– que “la guerra de Irak ya es historia”. ¿Perdón? El gobierno del iluminado republicano ha emitido, por su parte, destellos conciliadores en cuanto a una UE y unos EE.UU. trabajando juntos por el constitucional futuro de un planeta –Vila-Matas dixit– “demasiado grande para estar unido, pero es demasiado pequeño para estar dividido”. Y que a nadie se le ocurra joder demasiado con eso del Protocolo de Kioto, ¿eh?

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