CONTRATAPA

Los libros no muerden

 Por Luis Bruschtein

Hace algunos años había gente que decía que el argentino era la única persona en el mundo que, cuando se le preguntaba lo que ganaba, se aumentaba el sueldo. Mentía para arriba, cuando en el resto del planeta lo normal era mentir para abajo, achicarlo. En las encuestas sobre lectura pasa algo parecido. La impresión es que por alguna razón, cuando se le pregunta a la gente cuántos libros lee por año, la respuesta es un poco exagerada si se la contrasta con las tiradas de las editoriales.
Es una discusión, porque para confirmar las encuestas algunos aluden a las librerías elegantes que se han abierto en los shoppings. Otros dicen: no es que no se lea, sino que se lee poca literatura y mucho de autoayuda o libros periodísticos y testimoniales. En realidad, todo eso es cierto y también es coherente con la idea de que alguien, apretado por el encuestador, mienta cuando le preguntan cuántos libros lee. Es divertido el contraste entre esa pequeña mentirilla inocente y las exiguas ediciones de los libros de ensayo o narrativa, un género donde hay de todo, como en todos lados, pero donde también hay muchos veteranos y nuevos autores buenos.
Ahora que acaba de culminar la Feria del Libro con un record de público de más de un millón de personas, pareciera que se hubiera producido una modificación en la relación entre la gente y el libro. Dicen que las editoriales venden en la Feria el equivalente a la tercera parte del volumen anual. O venden poco durante el año, o realmente lo que venden es autoayuda y textos más periodísticos. Hay una disonancia.
Se podría afirmar que es un fenómeno que incluso va más allá de los libros y se extiende a una forma de relacionarse con la cultura en general. Hay una carga fuerte de prestigio social. Hace poco, a un casamiento de esos que salen en los sociales de los diarios fue invitado un filósofo para disertar sobre el amor. Decir que uno lee o está enterado de algunos temas culturales da prestigio, como si fuera un traje que alguien se pone para asistir a una reunión.
Y también hay una idea muy instalada desde hace varios años en cuanto a requerir del libro, o de la lectura, una función utilitaria casi inmediata: una obra de autoayuda es como una especie de manual para resolver problemas y en el caso de los libros periodísticos y testimoniales la utilidad está en la información. Por supuesto que hay un público reducido que lee ensayo o narrativa, pero lo cierto es que los escritores son más conocidos por lo que escriben en los diarios o por lo que aparecen en la televisión que por sus libros. Lo cómico del asunto es que mucha gente opina sobre tal o cual escritor y muchas veces no lo ha leído. Se trata de una cultura virtual, que también es utilitaria porque tiene implicancias de status.
Es raro, porque los libros más importantes o que marcaron a varias generaciones no se escribieron con esa razón tan utilitaria ni mucho menos. Ni tampoco han sido tratados doctorales. La montaña mágica o Rayuela, con los que se identificaron distintas generaciones, no tenían recetas para resolver problemas y tampoco tenían información periodística. Pero alguna “utilidad” debían tener, porque fueron apropiados por sus lectores, los incorporaron a sus vidas y fueron parte de la expresión cultural de esas épocas.
Pareciera que los lectores que buscan ese encuentro con la lectura han quedado reducidos a la mínima expresión en Argentina. Y que la tendencia predominante es la de pensar que leer a Borges es difícil pero hay que saber algo de lo que escribió porque queda bien. Y con los pensadores lo ideal es hacer zapping de solapas y relojear resúmenes bibliográficos.
Dicho así, resulta bastante simplista y la realidad es más compleja y matizada. Pero lo cierto es que esa forma de relacionarse con el libro es un síntoma de empobrecimiento cultural de la sociedad. Y no se trata de procesos que se den en todo el mundo. México o Colombia y por supuesto España han mejorado en ese aspecto con relación a otras épocas, a medida que Argentina se empobrecía. Y también sería un error cargarles la romana a los escritores, porque por suerte sigue habiendo muy buenos.
Seguramente no hay una sola explicación sino muchas: la confluencia de políticas económicas con relación a la industria editorial, el deterioro de los procesos educativos y por supuesto la dictadura. Las imágenes de la quema de libros del Centro Editor son muy ilustrativas. Vale la pena repasarlas para recordar que durante muchos años los libros y el placer por la lectura fueron subversivos, formaban parte del perfil de un subversivo. A los libros había que quemarlos o esconderlos en una época en que la sociedad reformulaba sus matrices culturales.

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