CONTRATAPA

La invasión de los botones

Por Dalmiro M. Bustos

¿Número? Paz 5354. El solo recuerdo de la voz de la operadora me remonta a un pasado donde la dulce y bella señorita me comunicaba en mi ciudad natal. La Plata. Y también irrumpe en mi memoria (la que va quedando) la voz de mi padre, que se acercaba con desconfianza a un teléfono que seguramente llevaría su voz a través de la distancia, pero que era preferible, por si acaso, elevar mucho el tono para ser oído.
El teléfono negro de pie y con el auricular colgando de una horquilla me suena a algo romántico y placentero, sólo superado por los de color blanco que eran propiedad de Zully Moreno o Delia Garcés. El placer se redobla recordando que en Bolívar, ciudad natal de mi mujer, la telefonista de turno le decía que fulana se había ido a visitar a su prima y de inmediato la comunicaba. Yo las imaginaba con sus vestiditos negros a lunares y su corte a la garzón. La comunicación tenía vida y cuerpo. Aunque yo no lo sabía.
Después vienen los teléfonos con un disco que giraba marcando un número y volvían en un lento y pesado retorno. El automatismo comienza a alejar a la linda señorita que nos decía: “No contestan, ¿debo continuar llamando? Se pierde lo inmediato del contacto personal para dar paso a la eficiencia. Siento el tiempo que atropella mi madurez y me acerca a la vejez que ahora un pasado romantizado. Es allí donde se abre la puerta a los inexorables reyes de la comunicación: los botones. Sustituyen a la señorita que languidece en el mutismo. Y me quedo sin algo sustancial. Pero hay que estar actualizado. Los botones se apoderan de todo y crean los controles remotos. Cada uno con su manual incomprensible, con términos ajenos a mi intimidad. Con esfuerzo lo incorporo. ¿Qué otro remedio me queda? Se apodera de mí el pánico. ¿Y si aprieto el botón equivocado? El dial en el que uno elegía la estación de radio que deseaba, se convierte en una serie de botones maravillosos. Hacen cualquier cosa que uno le pida. Siempre y cuando uno sepa la secuencia requerida. Y de la mano de los gigantescos botones llega la computadora, que sustituyen con enormes ventajas a la lapicera con la que escribí mis primeros libros. Se me hacen progresivamente más necesarios. No puedo escribir sin saber el Word. Me ahorra tiempo y me permite ir ordenando todo el contenido en la medida que van apareciendo las ideas. pero no sin peligros. El botón central me mira amenazante: si apretás el botón equivocado, todo tu esfuerzo desaparecerá devorado por sus fauces voraces. Meses de trabajo se van sin retorno... Pero es que me olvidé del backup.
Hay que comunicarse por email. El mundo a tu alcance en segundos. Otro código, otra contraseña. Claro que te llegan ofrecimientos variados, sexo, Cialis a precios increíbles, premios maravillosos. Antispam. Si te descuidás te saca la información que necesitabas. Las urgencias se reproducen como si fueran piojos.
Otro botón inexorable: el celular. Ya la cariñosa telefonista se esfuma hacia un geriátrico. Nunca más su voz, que a esta altura imagino sensual y hasta provocativa, resonará como un puente hacia mis amigos. El aparatito lleno de los más maravillosos botones que ahora se prenden y apagan con colores, puede hacer de todo. Manda mails, mensajes de texto, saca fotos, graba cualquier cosa, sustituyendo a la memoria. Ya no hay que apretar el botón, basta con programarlo, leyendo atentamente las instrucciones. Si te vas a otro país, el ramming te sigue fielmente. ¿Para qué sirve que la telefonista diga que te fuiste a lo de tu prima? Ya el aparatito maravilloso hará lo que le mandes, irá donde estés, fiel, incansable, sin pedir horas extras. Pronto cocinarán, limpiarán. Claro que siempre y cuando sepas apretar el botón exacto. El auto tiene una maravillosa llave computadorizada. No como las simples y nobles llaves antiguas. Este adminículo tiene sus correspondientes botones. Amenazantes, te advierten que si apretás el número incorrecto de veces, estallará una alarma que dirá a todo el mundo que sos un retardado que ignora cómo manejar supropio vehículo. Llegás a tu casa y no olvides por favor cuál es el código de alarma. Un error, y el escándalo. Es decir que se abre otro asunto. Los códigos. Para entrar en tu computadora, para el celular, para el banco, para la tarjeta de crédito. Pero hay que memorizarlo, porque de lo contrario los cacos te sacan todo lo que tenés.
Se va apoderando de mí el pánico. Sueño que estoy cercado de enemigos que me dicen que están a mi servicio. Avanzan sobre mí con una sonrisa automatizada. “Bienvenido el garaje”, dice una voz en off. “Si quiere ser atendido personalmente presione 1”, “hay dos mensajes nuevos en su casilla, para escuchar el mensaje, presione 1” y sueño que me equivoco. Y entonces, todos los botones me miran amenazantes. Y me están por destruir cuando escucho la voz de la operadora de antaño que me dice que en el fondo ella está ahí, y que tan sólo extraño su presencia tranquilizadora. Serán los mismos pero al verla me arrojo en sus brazos sin botones.

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