CONTRATAPA

Dinosaurio y marciano

 Por Rodrigo Fresán

Dinosaurio Bamboleante, escupidor compulsivo de frases tan vergonzantes como inolvidables, acorazado en su propia leyenda y, hasta ahora, parte tan inevitable como inconfundible del paisaje político español, Manuel Fraga es, se supone, el dinosaurio. Al menos así suele ser caracterizado en programas humorísticos y en caricaturas varias: el Fragasaurio. Una especie de Godzilla senil, con 83 años en el documento de identidad y quince años de mayoría absoluta al frente de la Xunta de Galicia. Y, claro, quince años en política equivalen a por lo menos un par de períodos geológicos y alguna que otra glaciación. Demasiado tiempo. Fraga –se insiste durante estos días de noticieros y diarios muy editorializados– es el dinosaurio que ahora cae y muerde el polvo por culpa de un puñado de votos importados que no alcanzaron para darle el postergado escaño 38. Una bestia antediluviana que, desde el suelo, ahora clama y ruega –perdida la fantasía papal de morir en funciones– seguir en la oposición “hasta el último suspirito”. A ver qué dice Aznar que diga Rajoy. Fraga está capacitado para hacerlo porque no se trata de un trabajo duro. La oposición equivale –según los criterios del Partido Popular– a una tarea fácil y poco compleja: alcanza con oponerse a absolutamente todo. Reflejo automático y constante emisión del monosílabo “NO” con mayúsculas indignadas y por lo general paranoicas. Y Fraga sería un perfecto No-No y, de paso, un indiscutible campeón moral. Porque Fraga se va derrotado pero también es cierto que se trata de una derrota relativa: a la hora del recuento fue él quien sacó más votos que ninguno y el Partido Socialista de Galicia sólo podrá gobernar en coalición con el Bloque Nacionalista Gallego. Así que a tenerlo muy pero muy claro: Fraga es un fósil y los dinosaurios son los que lo siguen votando como obligados por un mandato imposible de resistir, un mensaje divino, una orden que llega más allá de las estrellas.

Marciano Lo que me lleva a otra parte, a algo que en principio pensé como una pausa que refresca a tanto Fraga durante estos días blancos de verano flamígero. Me refiero a la nueva versión de La guerra de los mundos que se estrena en las salas de todo el mundo cortesía de la fórmula Spielberg & Cruise. Otra vez, la venerable y eficaz novela de H. G. Wells –el único auténtico escritor de ciencia-ficción que queda, porque nada de lo que él predijo en sus fantasías futuristas se ha hecho realidad hasta la fecha– pero con una modificación atendible: los invasores ya no son marcianos porque se sabe que no hay vida en Marte y que ése es, apenas, el planeta donde van a morir los robots terráqueos. No importa; porque el marciano es Tom Cruise. Esa sonrisa encandilante, ese entusiasmo sin par, esa intensidad de miles de watts, esa gestualidad más cercana a la del político en eterna campaña o –es casi lo mismo en USA– a la del predicador que nos trae la buenísima nueva y nos invita a unirnos al rebaño. Y en España nos hemos a acostumbrado a verlo porque venía a cada rato a visitar a la familia de su ex novia Penélope Cruz o porque se daba una vuelta de tanto en tanto para promocionar las bondades de la Iglesia de la Cientología. Y en los últimos días –absuelto Michael Jackson, esa cruza de dinosaurio y marciano– todo parece indicar que, consciente o inconscientemente, Cruise está más que dispuesto a reclamar para sí el sitial de Gran Freak Americano. Seguro que lo vieron: subiéndose a sillones y escritorios en talk shows y ruedas de prensa; no parando de besuquear a su flamante prometida Katie Holmes, quien se ha convertido a su fe y lo mira con una perfecta mezcla de amor y terror; exigiendo la inclusión de stands cientológicos en los sets de sus rodajes; condenando en vivo y en directo a Brooke Shields por confiar en antidepresivos y en la asistencia psiquiátrica (“una ciencia nazi”, según sus palabras) a la vez que él se autoproclamaba como pastor desintoxicante; intentando hipnotizar a un periodista que osó jugarle con broma con un micrófono carnavalesco repitiéndole “Eres un idiota... Eres un idiota” y quizás así hacerle ver la luz y comprender la gravedad de su pecado.
En su última edición, la revista on-line Salon.com comentaba que todos estos síntomas y prodigios pueden deberse a que, en los últimos meses, Cruise haya sido ascendido a una de las posiciones top de la organización religiosa fundada por Ron L. Hubbard (1911-1986): un muy mal autor de novelas sci-fi despreciado por sus pares y considerado en su día un pesado y un mitómano. Según Salon.com, Cruise ahora ostenta el críptico rango de OT-VII; por lo que el astro habría alcanzado la penúltima posición antes de acceder al conocimiento absoluto y la revelación definitiva. Nadie sabe de qué se trata pero los rumores aseguran que tiene que ver con “trascender los límites del propio cuerpo” y “ser parte del misterio”. Otros piensan que Cruise ya está en la cima y que se dispone a mutar o algo por el estilo. Todo esto está más o menos explicado en Dianetics, el libro que Hubbard publicó en 1950 mientras sus colegas –en su mayoría judíos y simpatizantes comunistas en la Manhattan de posguerra mundial II– se reían en su cara cada vez que los amenazaba con “fundar una nueva religión”. Los fieles aseguran que ya son diez millones. Los de afuera dicen que muchos menos. No importa porque para Cruise lo que importa es la calidad y no la cantidad. Para cantidad ya tiene los millones que factura por película. Y así aquí y ahora Cruise –quien definió a Hubbard como “el Spielberg de su tiempo”– sonríe y predica y se enfrenta a extraterrestres en un encuentro cercano del peor tipo al que se hace imposible no atribuirle simbolismos del tipo “los de afuera siempre serán los malos” y todo eso. Y se comprende también el entusiasmo de Cruise por protagonizar a un héroe doméstico defendiendo a toda costa su way of life y su modo de sentir y sus creencias. Sólo nos queda rezar por que nunca llegue a presidente –¿a alguien le queda alguna duda de que arrasaría sin necesidad de esperar el veredicto de votos compatriotas en el extranjero?– y que el contrato que firmó al ingresar a su iglesia lo mantenga ocupado, ascendiendo, mutando. Un contrato que –confían fuentes anónimas, fugitivos de la Cientología– tiene una vigencia de un billón de años.
Lo que me lleva, ay, otra vez, a Fraga.

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