CONTRATAPA

La historia como catástrofe

 Por José Pablo Feinmann

La dialéctica histórica implica la certeza del progreso. La historia, entre contradicciones, avanza. Es más: esas contradicciones son las que garantizan el progreso de la historia, ya que ésta es dialéctica y la dialéctica progresa por medio de las contradicciones. De esta forma, el pensamiento de la izquierda se estructuró, siempre, como una filosofía de la historia en la que se realizaba una finalidad, una teleología: la liberación de los oprimidos. Me propongo ser exhaustivo en las citas que ilustran esta tesis, dado que es necesario, porque es importante preguntarse hoy, en la Argentina o en América latina, si se está o no en presencia de una situación pre-revolucionaria, según se está diciendo, afirmativamente, en el modo de la convicción. Sartre, en el prólogo que escribe para el libro de Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, dice: “La descolonización está en camino; lo único que pueden intentar nuestros mercenarios es retrasar su realización”. “Nuestros mercenarios” eran los paracaidistas franceses, feroces torturadores en los que se inspiraron los militares de la dictadura procesista. Repasemos sólo una frase: “La descolonización está en camino”. O sea, la historia está en camino, ya que la historia es la historia de la descolonización. La historia tiene una temporalidad lineal y homogénea, es irreversible, de aquí que quien la enfrente sea un “reaccionario”, reacciona contra el progreso inevitable de la historia. Fanon, a su vez, escribe: “Las represiones, lejos de quebrantar el impulso, favorecen el avance de la conciencia nacional”. Ernesto Guevara retoma esta idea: al ser inevitable la liberación de los oprimidos, la violencia de los opresores sólo puede acelerar la temporalidad revolucionaria. Escribe: “Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión: hacerla total (...). Entonces su moral irá decayendo. Se hará más bestial todavía, pero se notarán los rasgos del decaimiento que asoma” (Crear dos, tres... muchos Vietnam es la consigna, 1967). También el Che –en un texto de septiembre de 1963 y citando la “Segunda declaración de la Habana”– dice: “En muchos países de América latina, la revolución es hoy inevitable. Ese hecho (...) está determinado por las espantosas condiciones de explotación en que vive el hombre americano, el desarrollo de la conciencia revolucionaria de las masas, la crisis mundial del imperialismo y el movimiento universal de lucha de los pueblos subyugados” (Guerra de guerrillas, un método, 1963). Vamos ya al siglo XIX, indaguemos en el corazón dialéctico de los padres del socialismo. Marx dice: “La burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha producido también los hombres que empuñarán esas armas: los obreros modernos, los proletarios”. Y más adelante: “La burguesía produce, ante todo, sus propios sepultureros. Su hundimiento y la victoria del proletariado son igualmente inevitables” (Manifiesto comunista, 1848). Y Engels: “Todos los socialistas están de acuerdo en que el Estado político, y con él la autoridad política, desaparecerán como resultado de la próxima revolución social” (De la autoridad, 1874). Esta “revolución social”, en 1874, pese a advertir muy lúcidamente, en otros textos, en textos epistolares sobre todo, el aburguesamiento de los obreros ingleses, Engels todavía la imaginaba en Inglaterra. Y por fin, saltando otra vez al siglo XX y eligiendo entre mil posibilidades, Norberto Bobbio: “La gradual equiparación de las mujeres a los hombres (...) es uno de los signos más certeros del imparable camino del género humano hacia la igualdad” (Derecha e izquierda, pág. 175).
Contra estas visiones “garantistas” de la historia, contra estas certezas de una temporalidad lineal y homogénea en la que se realizan (“inevitablemente”) los deseos de los oprimidos, se volvió un filósofo tramado por los padecimientos de la historia, un filósofo que perteneció a una Escuela, la de Frankfurt, a la que también pertenecía otro filósofo,Horkheimer, que postulaba pensar la historia como “historia de las víctimas”, y, en fin, a la que pertenecía otro filósofo, Adorno, que puso la tragedia de Auschwitz en el centro de la reflexión y elaboró un dictum incómodo y complejo: “No se puede escribir poesía después de Auschwitz”. Ese filósofo es Walter Benjamin y el texto en el que impugna las visiones lineales, redentoristas de la historia, se titula: “Tesis de filosofía de la historia”. Como buen marxista (porque este filósofo irreverente era marxista; era, digamos, un marxista irreverente, de aquí su honda creatividad en el campo de las ideas), Benjamin acude a la palabra “tesis”, pues acudir a ella es acudir a un lugar luminoso del pensamiento de Marx: las “Tesis sobre Feuerbach”. Son textos breves, herméticos y luminosos a la vez. Benjamin no ve la historia como “progreso” sino como “catástrofe”. En la Tesis nueve habla de un cuadro de Klee, Angelus Novus, en el que un ángel, el ángel de la historia, echa una mirada hacia el pasado y lo arrasa el horror, el pasmo. “Donde a nosotros (escribe Benjamin) se nos manifiesta una cadena de datos” (nota: los “datos” son los “hechos” y la “cadena” es la teleología dialéctica que les otorga un “sentido”), él ve “una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina”. Y luego, en la Tesis once, dice: “Nada ha corrompido tanto a los obreros alemanes como la opinión de que están nadando con la corriente”. Y en la Tesis trece propone una tarea para el pensamiento crítico de izquierda: “La representación de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la representación de la prosecución de ésta a lo largo de un tiempo homogéneo y vacío. La crítica a la representación de dicha prosecución deberá construir la base de la crítica a tal representación del progreso”. O sea, al no existir una temporalidad lineal y homogénea, la historia no puede concebirse como “progreso” y “reacción”. No hay en ella nada “inevitable”. Cuando –seguimos el ejemplo de Benjamin– los obreros alemanes creen que nadan con la corriente, se corrompen. No hay corriente de la historia. Nada está prefigurado. No hay un orden dialéctico inmanente que asegura la inevitable realización de ciertos hechos.
Estas ideas no son simpáticas. Brecht, en agosto de 1941, luego de leer las “Tesis” de Benjamin, que era su amigo, comenta: “Pienso con terror qué pequeño es el número de los que están dispuestos por lo menos a no malentender algo así”. Confieso que comparto ese terror de Brecht, y confieso que temo también que ocurra lo mismo con muchos lectores de estas líneas. “Pero, usted es un pesimista.” ¡Qué bobería intolerable es ésta del pesimismo! ¡Qué chantaje insustancial el de pretender que seamos optimistas! Heidegger (y sabía por qué) abominaba de las categorías “optimismo” o “pesimismo”. Decía: “El oscurecimiento del mundo, la huida de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación del hombre (...), han alcanzado en todo el planeta tales dimensiones que categorías tan pueriles como las del optimismo y del pesimismo se convirtieron, desde hace tiempo, en risibles” (Introducción a la metafísica, Cap. I).
Confieso que estoy más cerca de la visión de Benjamin sobre la historia como catástrofe que de la visión de la izquierda dialéctica sobre la historia como progreso inevitable, como teleología de la liberación del hombre. Confieso que no siempre fue así. Que ese cambio de creencia (dado que yo creía en la historia como progreso dialéctico) está fechado, y que entre ambas concepciones, en medio de ellas, explicando trágicamente el reemplazo de una por otra, hay treinta mil cuerpos que ya no están. Hay un genocidio. Está la ESMA, nuestro Auschwitz. De modo que (sin desear licuar los ímpetus de nadie) escriba textos como éste, o recurra (como advertencia) a textos como los que cité y, sobre todo, recurra a Walter Benjamin. Y también –en este exacto punto– a Gramsci: porque el pesimismo de la razón no está contra el optimismo de la voluntad sino que le otorga espesor y le resta inmediatismos, y errores, y derrotas, y víctimas.

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