CULTURA › A CIEN AÑOS DE LA MUERTE DE ANTON
CHEJOV, EL HOMBRE QUE REINVENTO LA DRAMATURGIA

Escuchar el sonido, conocer al hombre

Empezó a escribir para contribuir a la economía familiar, pero su legado sería mucho más importante. La penetrante mirada del autor ruso hizo una inspirada disección de su tiempo y sus contemporáneos, traducida en textos narrativos y teatrales en los que resulta tan importante lo que se dice como lo que queda en suspenso.

 Por Silvina Friera

Los ojos clínicos de Antón Pavlóvich Chéjov nunca perdieron de vista el detalle vívido, la variedad de las atmósferas urbanas y rurales, ni las situaciones en apariencia banales. Su mirada operaba sobre las vísceras de la condición humana. Sus oídos, en cambio, funcionaban como esponjas que retenían lo esencial –lo no dicho– en los diálogos cotidianos, supuestamente desprovistos de significación. El escritor y dramaturgo ruso, que murió hace 100 años –según Vladimir Nabokov, un 2 de julio, aunque otras fuentes señalan el 14 o el 15–, escribió sus primeros relatos para mitigar la pobreza de su familia, lejos de imaginar la impronta que dejaría en el devenir del cuento moderno, con La dama del perrito, La muerte de un funcionario, El camaleón, La sala número seis o Ana al cuello. Después de recibirse de médico en la Universidad de Moscú, Chéjov comenzó a observar el comportamiento de los miles de campesinos y oficiales del ejército que acudían al hospital, los que más tarde utilizaría para recrear a muchos de los personajes de su narrativa –Lipa, En el barranco; Iona, el cochero de Tristeza–, o de sus piezas teatrales, como los militares de Tres hermanas. “Mentalmente, resto cierta parte del contenido espiritual del hombre y considero sólo la parte que ha quedado”, confesaba en su Autobiografía. “Escuchad, con qué falta de convicción dicen los hombres palabras convincentes. La palabra del hombre tiene sentido y sonido. Escuchad el sentido, y no conoceréis al hombre. Escuchad el sonido, y conoceréis al hombre.”
Esta búsqueda chejoviana, que para muchos críticos derivó en una suerte de genealogía de la melancolía del pueblo ruso, también transitaba por los andariveles del humor: los hechos siempre eran jocosos y tristes al mismo tiempo, porque el escritor fusionaba lo cómico y lo trágico como si fueran las caras de una misma moneda. Quien mejor subrayó este aspecto de la literatura de Chéjov fue Nabokov, en Curso de literatura rusa: “Sólo el lector provisto de sentido del humor sabrá apreciar verdaderamente su tristeza”. El escritor ideó una técnica que, con ingredientes de extremada sencillez, en lugar de invadir el relato y aprisionar la imaginación, apuntaba a que el lector desentrañara los niveles profundos y ocultos. Esos sonidos, que para Chéjov permiten conocer al hombre, no provienen de un exterior insignificante sino del meollo intrincado de las esperanzas, los ensueños, las ilusiones, los móviles inconscientes o las contradicciones emotivas que configuran los caracteres individuales.

El cenicero

Después de la publicación de sus dos primeras colecciones de relatos, Cuentos multicolores y En el crepúsculo (1886 y 1887), inmediatamente aclamadas por los lectores, comenzó a circular una anécdota sobre cómo creaba sus cuentos. Un periodista fue el testigo privilegiado de la respuesta. El escritor echó una ojeada a la mesa, tomó el primer objeto que encontró, que resultó ser un cenicero, y contestó: “Si usted quiere, mañana tendrá un cuento. Se llamará El cenicero”. El periodista, según dicen, percibió que aquel objeto empezaba a experimentar una transformación. El escritor arrancaba sus personajes directamente de la vida, pero sin aislarlos del contexto de donde los capturaba con su aguda mirada. El máximo verismo de su narrativa, que le permitió reflejar “la verdad de la vida” en una forma artística, le señaló el camino del teatro. “En la vida real la gente no se mata, ni se ahorca, ni hace declaraciones de amor a cada paso, ni dice a cada paso cosas inteligentes. Lo que hace con mayor frecuencia es comer, beber, galantear, decir tonterías; y esto es lo que ha de mostrarse en el escenario.”

El orgullo de la dramaturgia

Aunque el teatro fue su primer amor literario, la desilusión por el fracaso de La gaviota (1896) lo paralizó, hasta al punto de negarse a reincidir en el género. “No hay que escribir obras teatrales. Nunca jamás las escribiré ni las haré representar, así viva setecientos años.” La ira porque su dramaturgia no era reconocida como su narrativa pronto sería superada. El problema es que pocos pudieron apreciar la radical novedad que implicaban las obras de Chéjov. Le objetaban que sus personajes hacían disparates, que cultivaban la trivialidad con aires de importancia, y que sus obras eran monótonas, sobrecargadas de lirismo y “antiteatrales”. En el prólogo de Teatro Completo (publicado por Adriana Hidalgo), Galina Tolmacheva, traductora de las piezas de Chéjov, señalaba que los primeros comentarios sobre la producción chejoviana fueron crueles y casi aniquilaron al dramaturgo. Su “salvador” fue Vladimir Nemiróvich-Dánchenko, director artístico y literario del Teatro de Arte de Moscú, quien rechazó la decisión del jurado que le había otorgado el premio Griboiédov por El valor de la vida, porque consideraba que esa distinción se la merecía indiscutidamente Chéjov. “He aquí el auténtico orgullo de nuestra dramaturgia. Todavía no lo entienden, pero pronto lo entenderán”, señaló. Y contra el viento hostil de los rusos, la tenacidad de Nemiróvich-Dánchenko, que le pedía y exigía que escribiera obras sin falta, fue torciendo el destino del autor de Ivanov, Tío Vania, El canto del cisne, Platonov y El jardín de los cerezos, entre otras piezas.
Al dramaturgo le fascinaba presenciar los ensayos y las funciones, discutir con los directores los detalles de la puesta y hasta ayudar de vez en cuando a los utileros. Stanislavsky, que al principio no entendió el teatro de Chéjov, recordaba: “Le gustaba mirar cómo nos maquillábamos. Entraba a los camarines antes del espectáculo, se sentaba callado y se concentraba mirándonos. Y cuando alguna línea modificaba la cara del actor acercándolo al personaje, se alegraba de golpe y rompía a reír con su voz de barítono”. Para entender y comprender los dramas chejovianos es necesario descubrir la interioridad de los personajes, el constante fluir, insinuado de un modo solapado, de lo que no se dice. Por eso el autor usaba una cantidad inusitada de puntos suspensivos que funcionaban como llave para ingresar en el lenguaje cifrado. El silencio de Chéjov habla y es capaz de crear imágenes perfectas. En 1904, ya muy enfermo, estuvo en el estreno de El jardín de los cerezos, y el público, que no lo esperaba, lo despidió con un aplauso atronador. Poco después hizo su último viaje a Bandenweiler, en la Selva Negra, donde murió un siglo atrás.

Un país de glotones

Chéjov nunca participó en movimientos políticos, pero condenaba la injusticia de la situación del pueblo ruso. Sin embargo, Gorki solía recordar una reflexión de Chéjov: “¡Qué extraños son los rusos! Se parecen a un cedazo, no retienen nada. En su juventud llenan su alma con todo lo que les cae en las manos, pero después de los treinta años sólo les queda la cáscara. Rusia es un país de glotones y perezosos, es terrible lo que comen y beben, de día les gusta dormir y roncan soñando. Se casan por aparentar orden, y tienen amantes por prestigio social. Tienen una actitud perruna: les dan en el cogote y gruñen bajito, escondiendo el rabo entre las piernas, y se echan de espaldas, patas arriba y mueven el rabo”. Gorki señalaba que la tuberculosis que padecía Chéjov le producía un estado hipocondríaco e incluso misantrópico. “Nos hemos acostumbrado a vivir con la esperanza puesta en el buen tiempo, en la cosecha, en una extraordinaria aventura amorosa, con la esperanza de hacernos ricos o que nos den un cargo muy importante, pero yo no noto en la gente la esperanza de ser más inteligente. Pensamos que con el nuevo zar las cosas irán mejor y que dentro de doscientos años irán mucho mejor, pero nadie se preocupade que ese mundo sea mejor mañana. En general, la vida cada día se hace mucho más complicada y va avanzando sin que se sepa hacia dónde.”

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En algún momento, Chéjov llegó a renegar de las obras teatrales.
 
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