CULTURA › A 100 AÑOS DEL NACIMIENTO DEL AUTOR DE EL TERCER HOMBRE

Graham Greene, las imágenes del hombre que sabía mirar

Además de notable escritor, el británico fue un gran cinéfilo: dejó guiones que hicieron historia y descolló como crítico.

 Por Juan Sasturain

Buen momento para revisar –literalmente– a Graham Greene. Casi pide que lo revisen: mirarlo con lupa, meterle la mano en los bolsillos, hurgar en las entretelas de su impecable impermeable y sondear (sin esperanza de resultados seguros) en sus sabios ojos claros, diluidos en el mejor whisky, como perdidos en la bruma.
Greene, que siempre fue bien recibido, leído y traducido en la Argentina –Wilcock y Pezzoni se ocuparon de él; a Bioy le resultaba insoportable– fue un escritor admirable y admirado, aunque para la crítica académica persistió en ciertas incómodas desprolijidades que contribuyeron a que le mezquinaran el Nobel. Ideológicamente sospechoso por izquierda, trabajó de espía, nunca se supo hasta cuándo (ni para quién); fue católico en un país que nunca lo fue y en una época en que ya no se usaba y, sobre todo, incurrió en gestos que le depararon popularidad: publicó novelas de ostensible entretenimiento, coqueteó con la literatura criminal y escribió largamente, con fervor y sin pudores, sobre y para el cine.
Proveedor de relatos que desde el principio y hasta el final de su carrera literaria fueron adaptados a la pantalla, la contribución mayor de Greene es sin duda haber escrito, para la dirección impecable de Carol Reed, los guiones de The fallen idol (El ídolo caído, 1948) y de la insuperada The Third Man (El tercer hombre, 1949) con Orson Welles y la cítara de Anton Karas mediantes. Claro que antes había sido marcado largamente por el cine como espectador y crítico perspicaz. Algo que no suele ser tan conocido.
Precisamente, Mornings in the dark, subtitulado The Graham Greene Film Reader, es una minuciosa compilación de textos editada por David Parkinson que da cuenta de esa pasión correspondida. El título remite a las innumerables mañanas que Graham, crítico del Spectator y de Night and Day durante los años treinta, se pasó en la oscuridad de las grandes salas –“todos esos Empires y Odeons de un lujo y una extravagancia que ya no volveremos a ver”– durante las funciones especiales para periodistas: “Cuatro años y medio de ver películas varias veces por semana... –recuerda en su autobiografía Vías de escape–. Un modo de vida que adopté de muy buen grado, llevado por cierto sentido de la diversión. Más de cuatrocientas películas que supongo que habrían sido muchas más si en la misma época no hubiera padecido de otras obsesiones: tenía que escribir cuatro novelas, sin hablar de un libro de viajes que me llevó a México durante meses, lejos del pleasure dome”. Equiparar las salas cinematográficas con el pleasure dome (“palacio del placer”) que manda construir Kubla Khan en Xanadú, según el poema de Coleridge, indica sin lugar a dudas que Greene, crítico sagaz e implacable –el mejor de su época, aseguran– por sobre todo disfrutaba en el cine.
“Al leer esas críticas –diría cuarenta años después– encuentro muchos prejuicios hoy sólo modificados por la sensación de nostalgia.” Por ejemplo, tenía firmes reservas acerca de las aptitudes de Greta Garbo y cuestionó siempre –“diga lo que dijere monsieur Truffaut”– lo que consideraba el “deficiente sentido de la realidad” del Hitchcock de período inglés, al que no le perdonaba lo que había hecho con Treinta y nueve escalones, la novela de John Buchan. Pese a que le tocó escribir en una época de “respetables biografías filmadas” y de novelones históricos devenidos risibles en manos del paquidermo De Mille, Greene tuvo claro desde siempre por dónde iban las buenas cosas: “Prefería las películas del Oeste, las policiales, las comedias, las francamente comerciales”, se jactaría después, mientras recordaba haber saludado la aparición de una suequita: Ingrid Bergman.
Tras haber desconfiado del sonoro y del color, Greene hizo docencia por una poética fílmica específica (valgan las esdrújulas) y se ganó aplausos, respeto y enemigos: “Con el tiempo descubriría que hay peligros en la crítica”, reconoció. Una vez le enviaron mierda ensobrada y otra –la más grave, que le costó el trabajo– una demanda por difamación: fue cuando al criticar en octubre de 1937 Wee Willie Winkie, una película de Shirley Temple dirigida por un John Ford “horrifyingly competent”, insinuó la utilización perversa de la niña actriz, dotada de “cierta hábil coquetería que atraía a los hombres maduros”. La Fox se rasgó las caras vestiduras, la Justicia le hizo caso, Night and Day pagó y Greene comenzó su larga serie de desencuentros con el establishment norteamericano, que iría desde cuestiones por la pequeña niña prodigio al urticante general Torrijos, cuarenta años después, cuando ya iba poco al cine.
Lo que tenía que ver, ya lo había visto; y pocos habían escrito como él.

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Greene escribió largamente y sin pudores, sobre y para el cine.
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