CULTURA › DANIEL DIVINSKY HABLA DE SUS TREINTA Y OCHO
AÑOS DEDICADOS A LA PUBLICACION DE LIBROS ARGENTINOS

El editor que una vez cantó contraflor al resto

El creador y director de Ediciones de la Flor opina sobre lo que cobran los escritores, evoca a Rodolfo Walsh, recuerda sus discusiones con Soriano y explica por qué, en el mercado editorial, los peces chicos sobrevivirán a los grandes.

Por Angel Berlanga

“Yo soy un escritor solapado: escribo solapas, contratapas...”
Todavía, desde que nació su editorial con la flor en el nombre, dice que sigue leyendo incondicionalmente cada uno de los libros que publica: su lectura personal es el filtro decisivo por el que atraviesa una obra antes de aparecer en las estanterías con su sello. Algo de orgullo hay en Daniel Divinsky cuando levanta ese estandarte, porque cree que es uno de los que propiciaron la subsistencia frente a los largos tentáculos de los gigantescos pulpos editoriales. Ahora mismo, en la cima de uno de los montes de papeles, carpetas, revistas y afines que crecieron sobre su escritorio, tiene los originales de una serie de conversaciones con Héctor Tizón. “Bueno, también escribo ponencias, artículos, columnas y cartas de lectores. Me propusieron escribir mis memorias, y yo dije que las voy a hacer antes de que me olvide”, dice Divinsky, sitiado entre unas bibliotecas atestadas y las elevaciones de su escritorio, sobre el que cada cinco minutos canta el pájaro de la computadora anunciando la llegada de un correo.
El segundo estandarte tiene que ver con el trato personalizado que Divinsky, como editor, establece con los escritores: hay decenas de testimonios en ese sentido (entre otros, de Martín Caparrós, Ariel Dorfman, Tomás Eloy Martínez, Elvio Gandolfo, Luisa Valenzuela, Rogelio García Lupo, Antonio Skármeta), muchos de ellos reunidos en el libro homenaje que la Universidad de Guadalajara le hizo cuando su sello cumplió tres décadas. El tercero de los estandartes deriva del segundo y tiene los nombres propios de dos autores enormes y ultrapopulares: Quino y Fontanarrosa. ¿Sobreviviría la editorial sin ellos? “Sí, pero me tendría que cuidar con las comidas”, dice Divinsky. La primera persona del plural, que aparecerá en muchas de sus respuestas, abarca a Kuky Miler, desde 1970 su compañera de rumbos editoriales y de vida.
–¿Es muy difícil la subsistencia de una editorial pequeña o mediana frente a los grandes grupos?
–Depende de la armadura con la que uno cuente. Nuestro caso es particular: tenemos una delantera fuerte, con Quino y Fontanarrosa, y una línea media con Rodolfo Walsh, y las coediciones que hicimos con Umberto Eco en algún momento, y el resto del catálogo. La lealtad de esos autores nos proporciona una base que permite ir apostando fichas a otras cosas. Con algunas nos va bien, con otras más o menos, y con otras mal. Tuve la intuición de que Liniers iba a gustar: publicamos el primer libro y se agotó en 20 días, y se está por agotar la segunda edición. Podemos apostar a intuiciones: no para hacer 50.000 ejemplares, pero sí para hacer 3000 y ver qué pasa. Somos privilegiados: contamos con la lealtad a toda prueba de dos súper best sellers a lo largo del tiempo. A Quino, por ejemplo, lo publicamos desde el ’70.
–¿Por qué se quedan?
–Porque los tratamos bien, porque los queremos. Se suma un trato como no tendrían en ninguna otra editorial, porque sus intereses son cuidados minuciosamente, y por otro lado por los afectos edificados a lo largo de los años.
–¿Sigue creyendo que, a largo plazo, los grandes grupos van hacia su destrucción?
–Y, sí. Un ejemplo es lo que pasó con el grupo Vivendi, el tipo este que compraba y compraba editoriales norteamericanas y canadienses, y compró el Grupo Alianza, y el Grupo Anaya en España, se hizo dueño de todo, y explotó: tuvo que vender todo. Se lo iba a comprar Hachette en Francia, y el tribunal europeo de la competencia lo impidió porque iba a tener casi monopolio: ahora es de un señor que tiene supermercados. Es una actividad en la que no se puede seguir engullendo, porque no rinde para eso. La posición dominante del mercado no garantiza mayor rentabilidad, felizmente.
–El otro día Andrés Rivera, en una entrevista...
–Que salió en Veintitrés: disparatada. Yo hubiera salido a contestarle. Le preguntaron por qué publicaba con Alfaguara y él dijo: “Bueno, porque cuando empecé a publicar ahí todavía no existían Adriana Hidalgo y Beatriz Viterbo, y De la Flor, por buenos motivos, estaba ocupada solamente de Quino”. Nunca me trajo un original Rivera. Me hubiera encantado publicarle, yo tengo una gran admiración como ideólogo, como persona y como escritor. O sea que... que no macanee.
–La referencia a Rivera, en realidad, es por otra entrevista, en la que señaló que cobraba el 10 por ciento del precio de tapa, un porcentaje que parece rondar el estándar.
–Ese es el promedio, pero hay autores nuestros, que no voy a nombrar, que cobran el 17, 16, 15 por ciento, a partir de la cantidad de ejemplares. Lo que pasa es que posiblemente Andrés, siendo un formidable escritor, y teniendo su público y muy buena crítica, debe tener un tope de ventas. Hay autores que tienen, por las características de su literatura, y tal vez por el tipo de promoción que se puede hacer, o por el mercado, un tope de ventas.
–El 10 por ciento es muy poco, ¿no?
–Poco o mucho, depende. Es decir, se le vende al librero con por lo menos el 35 por ciento de descuento; el autor cobra sobre el precio bruto de venta al público. Sería mejor que el mundo fuera más justo, pero en medio del conjunto no es un disparate. En muchos casos, sobre todo en las ediciones europeas, el escritor cobra el 7,5 hasta 5000 ejemplares, el 9 después, y recién ahí puede llegar al 15. Pero escalonado en relación con la cantidad de ejemplares vendidos.
–¿Cómo gravita la figura del agente literario en la industria?
–Para mí, malamente. Es útil para los autores que venden mucho, o que presumiblemente van a hacerlo. Para quienes no van a vender mucho es un obstáculo: los agentes piden como anticipo por derechos mucho más de lo que van a redituar esos libros, y como consecuencia los editores no se interesan. Claro, tienen que ver con la época de grandes grupos, donde no hay un editor: el agente literario lee en su lugar, o en el del director literario. Y le dice: “Este libro es de tal cosa, está tratado así, se le puede vender a tal y tal...”
–¿Cómo fue que la editorial se volcó preponderantemente hacia el humor?
–Por el lado del humor gráfico, por una razón clarísima: yo me gradué en el bachillerato con diploma de honor y plaqueta con medallita de oro: la única materia en la que me aplazaron, y tuve que dar examen, fue dibujo. Al tipo que saca un lápiz y hace un dibujo le tengo una admiración enorme. Yo tuve que ir a una academia, preparar el examen... Y, después, tengo sentido del humor: me divierte. Y entonces, por decirlo con una frase de Fontanarrosa, como lo que me divierte a mí divierte a otros, se fue dando que publicáramos libros de humor. La editorial tiene una virtualidad consagratoria que no sé de dónde sale, y es lo que los técnicos llaman con la antipática palabra “nicho”, en el cual no tiene competencia, a pesar de que algunos otros publican humor.
–¿Por qué le puso De la Flor?
–En una reunión previa a la publicación de los primeros libros, en 1966, se hizo lo que en aquella época se llamaba “tormenta de cerebros”, que dirigió Pirí Lugones. Luego de agotar todos los nombres posibles ella dijo: “Pero lo que ustedes quieren hacer es una flor de editorial”, por el tipo de autores que ya habíamos contratado: Paul Nizzan, Brassens, una primera novela de David Viñas... Y como eran tiempos del flower power, y al truco todavía se jugaba, ahí quedó.
–¿Cómo se tomó el Konex de honor que le dieron?
–Con un vasito de vino blanco de plástico, que fue lo que dieron.
–Y más allá de la bebida, ¿qué significado le otorga?
–Es un acto muy simpático por parte del jurado, al que respeto mucho.
–Qué sintético.
–Es curioso, porque el premio se empezó a dar en 1980. Y creo que muchos de los que fuimos premiados en esta última entrega no hubiéramos existido ni sido premiados de haber podido decir en el ’80, ’81 u ’82 lo que dijimos esta vez. Es decir: se trata de un premio con una trayectoria cimbreante.

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El editor Daniel Divinsky bromea: “Voy a escribir mis memorias antes de que me olvide”.
 
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