CULTURA › CHARLA CON RICARDO PIGLIA SOBRE SU NUEVA NOVELA, “EL ULTIMO LECTOR”

“Es una autobiografía invisible”

Editado por Anagrama, Piglia plantea, en su última novela, la pregunta “¿qué es un lector?”. Y construye su trama por entre observaciones tomadas en sus propias lecturas: Shakespeare, Poe, Joyce o el Che Guevara vienen a cuento en el libro. “El que lee siempre está en tensión con algo”, afirma.

 Por Silvina Friera

La inquietante máquina narrativa de Ricardo Piglia vuelve a funcionar en su nuevo libro, El último lector (Anagrama), título que toma prestado de un poema de Oliver Wendell Holmes. El escritor plantea que la pregunta ¿qué es un lector? es en definitiva la pregunta de la literatura. Como en Formas breves y Crítica y ficción, demuestra una vez más su maestría a la hora de construir itinerarios insólitos, arbitrarios y por eso mismo originales para leer la literatura contemporánea. Piglia se parece mucho al lector como héroe inventado por Borges: quizás una de las claves de las innovaciones piglianas residan en la libertad con la que usa textos sobre los que teoriza y ficcionaliza. “Uno teje siempre sobre la base de la misma melodía, sobre cuestiones que son como ideas fijas”, explica el autor a Página/12. Las inflexiones de Piglia siempre resuenan de una manera diferente y perturbadora. “Me interesa el lector que llega tarde, que no está atado a la novedad inmediata, que no está pensando en lo que sucede en el presente sino que trabaja con un tiempo propio más lento, un poco arcaico, porque los tiempos de la lectura no responden a la demanda externa, sino que crean una especie de lugar en donde es posible resistir cierta circulación rápida de los libros.”
Piglia confiesa que él es uno de esos lectores ajenos a la novedad y que sus lecturas están gobernadas por el azar. El último lector abre con un relato sobre un fotógrafo del barrio de Flores, Russell, que ha construido una réplica reducida de la ciudad de Buenos Aires, que sólo puede ser visitada de a un espectador por vez. Este prólogo se disemina por las páginas en las que el autor de Respiración artificial analiza la visión de Kafka sobre la literatura y su relación con Felice Bauer, figura sentimental que le permitía unir la escritura y la vida; pone el énfasis en que Hamlet entra leyendo un libro inmediatamente después de la aparición del fantasma de su padre –sólo la lucidez de Piglia puede capturar este detalle y ponerlo en otra dimensión–; indaga en las implicancias de la escena inicial de Los crímenes de la rue Morgue, de Poe, que transcurre en una librería, o recuerda que el Che Guevara, que siempre llevaba sus libros en un portafolio a pesar de los peligros; encuentra en el personaje de Hacer el fuego, de London, un modelo de cómo deber morir. Pero también hay un capítulo dedicado a Anna Karenina, que aparece leyendo una novela inglesa en un tren, y al Ulises, de Joyce.
Después del fallo judicial que lo obligó a indemnizar a Gustavo Nielsen, finalista del premio Planeta –otorgado a Piglia en 1997 por Plata quemada–, el escritor decidió apelar a la Corte Suprema. Su silencio respecto del tema obedece a dos razones fundamentales: una de carácter jurídico, no quiere interferir en una cuestión que sigue abierta, la otra es literaria. “Yo no tengo nada más para decir sobre el asunto –responde el escritor–, todo lo que tengo que decir está en mi último libro, mi respuesta es el libro.” Esa respuesta tiene como eje la manera en que la ficción representa las escenas de lectura.
–¿En qué sentido considera a El último lector como uno de los más personales que escribió?
–La sensación que tuve es la de haber hecho un viaje por una biblioteca, que estaría más definida por el tiempo que por el espacio, y por ciertas escenas de lectura en las que yo mismo estoy incluido, en las que me recuerdo leyendo un libro, aunque no necesariamente alguno de esos libros haya sido el más decisivo. La lectura no siempre está ligada a aquello que parece importante, está más bien vinculada con las relaciones emocionales. Este libro es muy personal porque es un recorte de textos a los que siempre vuelvo. Es como una autobiografía invisible porque el sujeto que construye todo eso ha ido cambiando también a medida que leía esos libros, por eso veo este carácter confesional: estos son los libros con los cuales he construido cierto imaginario.
–¿Sintió, como señaló Borges, que “la certidumbre de que todo está escrito nos anula y nos afantasma”?
–Borges lo formula de una manera un poco patética, pero tiene también su costado irónico porque hay estrategias múltiples: hago de cuenta que no hay nada escrito y lo único que me importa es la experiencia vivida, me convierto en una especie de erudito o me asocio a una tradición. Yo no vivo eso como un obstáculo, sino como algo muy productivo. Siempre estamos en una tradición –y si no la tenemos es mejor inventar alguna–, trabajando porque otros lo han hecho antes. La originalidad pura o el sujeto que está en una situación de creación absoluta me parece que es una mera ilusión.
–En el relato que funciona como prólogo aparece implícita la idea borgeana de la ficción como una teoría de la lectura.
–Todo el libro surge de ese relato que es previo; es como si el relato hubiera expandido la idea de que la lectura construye una réplica imaginaria del mundo. Y algo que surgió de la escritura es la noción de metempsicosis –hay un poema de Rubén Darío que se llama así–, muy presente a principios del siglo XX y ligada a la tradición del espiritismo, que era como el psicoanálisis de aquellos tiempos. La noción de metempsicosis, en Joyce y Proust, implica que la lectura te traslada a otra vida.
–¿Las representaciones del lector que usted analiza están asociadas siempre a figuras extremas?
–Sí, y para mí fue una sorpresa. Cuando alguien aparece leyendo está en una situación de peligro o de límite, es decir que la literatura no tiene una percepción tranquila del lector ni de la normalidad de la escena de lectura, sino que siempre hay ahí algo que está en juego. El que lee siempre está negociando contra algo, está en tensión con algo. Un caso es el de Hamlet: el fantasma del padre es el que se opone al mundo de la literatura y de la letra.
–¿Por qué afirma que un lector también es alguien que lee mal?
–Es la experiencia de todos nosotros, ¿no? El último lector no es sólo el lector atrasado sino el desviado, el que lee lo que los demás ya leyeron y lo vuelve a leer mal. El lector tiene la capacidad de transformar lo que está leyendo en una línea vinculada con su propia experiencia.,En la literatura es muy productiva la idea de una lectura que siempre es demasiado pasional para ser neutra y obedecer a la lógica escolar de lo que es leer bien, en calma. Aquí, más bien, es un lector que está en una situación de tensión e incertidumbre, y eso influye en la manera en que tiende a relacionarse con los textos. Yo creo que la literatura es un desvío. El Quijote, texto fundador sobre el cual volvemos todo el tiempo, es un ejemplo de alguien que lee de una manera excesiva.
–¿Qué aportan estos modos excesivos de leer?
–Estos modelos le dan a la literatura una intensidad y una pasión que excede a la oposición, que se suele dar de un modo mecánico, entre la vida y los libros. Hay algo que digo en el libro sobre lo que no se insiste lo suficiente: uno construye sus lecturas sobre azares y relaciones personales, gente que nos da libros y esos libros nos llevan a otros, y si uno pudiera reconstruir esas cadenas se encontraría con sorpresas porque no obedecen a una lógica normativa.
–En todos los casos que analiza –Hamlet, el Che Guevara, Anna Karenina, Madame Bovary, Dupin–, los libros que aparecen en las tramas tienen un peso que usted subraya como central.
–Eso fue un hallazgo a medida que fui escribiendo el libro. Lo que me propuse fue recomponer lo que rodea la escena, dónde están esos libros, todo lo que aparece como condición material de la escena de la lectura, que siempre parece tangencial. En la trama tienen una función que a menudo parece invisible, pero muchas veces es constitutiva porque Anna Karenina está leyendo una novela inglesa en el tren y Vronski también está en el tren, aunque ella lo ignora. La lectura está creando la condición para que esa situación sea posible, de modo que sirve como una articulación de la trama y el libro, que no es un objeto neutro.
–¿Por qué afirma que el Che Guevara es el último lector? ¿Porque lo único que conservaba, cuando ya estaba cercado, eran sus libros y su diario?
–Esa manera de seguir la pista de Guevara me permitió acercarlo, ponerlo en una dimensión mucho más próxima y entender decisiones muy drásticas que se han convertido en el centro de la figura del propio Guevara. Hay una discusión sobre la cuestión del intelectual, el lector como una sinécdoque o una condensación de la figura del intelectual, con todos los pro y los contra que tiene en el debate. Guevara permitía discutir ese problema mejor que nadie. El tenía la voluntad de ser escritor hasta el momento en que se encontró con Fidel Castro y se produjo el paso a la acción. También en ese punto era posible poner el debate sobre Guevara en un plano muy cercano, pensaba en Rodolfo Walsh y en otros que también encontraron en la política una manera de resolución. Son versiones literales de una teoría del compromiso, pero en un sentido mucho más claro y tajante, del escritor que debe comprometer su obra y pasa directamente a la acción, y por lo tanto el mundo de los libros queda atrás. Lo interesante de Guevara es que dejaba el mundo de los libros, pero los llevaba con él. Eso lo convierte en alguien más intrigante e indescifrable.
–¿Qué ocurre hoy con la figura del intelectual en la Argentina?
–Siempre ha habido una tensión entre el mundo de la especulación, la lectura, la reflexión y el mundo de la práctica. Las nociones de práctica van cambiando; en un momento la política parecía ser el centro mismo de la identidad de aquellos que daban el paso a la acción o realizaban aquello que se había leído. De qué manera eso se va modificando es difícil saberlo. Encontré un signo de esto en el detective, pensándolo como una representación cifrada del intelectual, del hombre de letras, que es el caso de Dupin, un paradigma del poeta maldito, pero que se compromete, que interviene en el mundo social. El libro no responde de una manera tajante a las preguntas que se plantea sino que es un modo de intervenir en la discusión, al sesgo, poniendo esa serie de casos y ejemplos que encontré como un dato más para discutir estos problemas.

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“Tengo la sensación de haber viajado por la biblioteca.”
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