DEPORTES › TARDO EN CRECER, PERO NO PARO MAS

Manu no tiene techo

El brillante itinerario del basquetbolista bahiense Emanuel Ginóbili que, en su primer año en la súper competitiva NBA, alcanzó anoche el título máximo con los San Antonio Spurs al vencer en la final a los New Jersey Nets.

 Por Ariel Greco

El viernes 29 de septiembre de 1995 ocurrió un hecho extraordinario en la Liga Nacional de Básquet. Esa noche, en el Polideportivo de Mar del Plata, Martín Fernández, el armador suplente de Peñarol, lanzó sobre el cierre del primer tiempo uno de esos tiros desesperados que nunca entran. Sin embargo, esa vez, su gancho de zurda casi desde su propio tablero ingresó limpito en el de enfrente, anotando de esa manera el triple más largo de la historia de la competencia. Con el paso del tiempo, ese lanzamiento quedó en una simple anécdota sólo recordable para los que estuvieron presentes en la cancha. En cambio, de manera inversa, otros tres triples convertidos de distancias más normales pasaron a cobrar notoriedad, y ahora ya son un hito para el básquet argentino. Es que ese día, Emanuel Ginóbili debutó en la Liga con la camiseta de Andino anotando nueve puntos en la derrota 104-85, y a partir de allí comenzó a forjar una carrera que anoche sumó su página más brillante al obtener con San Antonio el título de la NBA. Anoche, la victoria de los Spurs sobre New Jersey Nets le permitió al bahiense coronar de la mejor manera posible su primera temporada en la elite del básquet.
“De chico, mi sueño no era llegar a la NBA. Ni me lo imaginaba”, cuenta Ginóbili. Cómo soñarlo, si tras un estudio médico el pediatra les aseguró a sus padres que con suerte podría llegar a medir 1m85. Ni hablar cuando todos sus compañeros de Bahiense del Norte pegaron el estirón y él seguía estancado en 1m70. Claro que resignarse no está en su estilo. Por eso, en la cocina de mamá Raquel todavía se pueden distinguir las marcas con las que mes a mes controlaba su crecimiento. “Era su obsesión”, señala su padre Jorge. Pero como le ocurrió a su ídolo, Michael Jordan, que vivió una situación similar, los centímetros finalmente aparecieron. Así, la ilusión de convertirse en un jugador de Liga Nacional, como sus hermanos Leandro y Sebastián, cobró bastante realismo, sobre todo porque la opinión generalizada indicaba a Emanuel como el “más talentoso” de los tres.
Superado el problema de la altura, la siguiente dificultad se planteó por la oposición de su madre. “No le vas a cagar la vida como a los otros dos. Manu va a estudiar”, le gritó Raquel a Oscar “Huevo” Sánchez, amigo de la familia y principal impulsor de que los dos hermanos mayores debutaran en la Liga, cuando él, por entonces técnico de Andino, pidió permiso para llevárselo a La Rioja. Dos días antes de que se cerrara el plazo para presentar la lista de los planteles para la temporada 95/96, Raquel aceptó que su hijo menor iniciara su experiencia en el básquet profesional, aunque impuso dos condiciones: que Sánchez se responsabilizara para que Emanuel finalizara quinto año y que si no le iba bien, el chico se volviera a Bahía para estudiar abogacía. Al año siguiente, Ginóbili retornó a su ciudad para pagar una deuda pendiente. Eso sí, llegó con el título secundario completo, y de yapa se trajo la mención de “mejor debutante de la temporada”. El Derecho empezaba a perder a un probable desocupado.
La deuda que tenía era con su Bahiense, el club de toda la familia, ése del que su abuelo Primo había sido vicepresidente durante 18 años –todavía era Bahiense Juniors– y en el que su padre fue presidente bastante tiempo. Por eso volvió, para ganar en Sub-22 su primer y único título con la camiseta roja, amarilla y azul del equipo de la calle Salta. En ocho partidos anotó casi 24 puntos de promedio, demostrando la diferencia de jerarquía con el resto. Pero más allá de la alegría, ese campeonato significó una revancha personal. Dos años antes, por más que tenía edad de juvenil, fue uno de los integrantes del plantel de primera que perdió la categoría en el torneo local. Al volver a su casa, Ginóbili llamó a su padre, que se encontraba en Mar del Plata, para pedirle perdón por el descenso. Además, no pudo dormir por el llanto en toda la noche.
Ese es el Ginóbili auténtico. El que luego lució en Estudiantes, sorprendió en la Viola Reggio Calabria, deslumbró a toda Europa con la Kinder Bologna y que se ganó a los argentinos con su tarea en la selección subcampeona del mundo. El mismo que la NBA empezó a descubrir con su solidaridad para hacer el trabajo sucio en favor de su equipo. Pero que también asombró con su visión de cancha y con esas volcadas que a su madre tanto le molestan por miedo a alguna lesión. “Le digo que tire de tres. Esas volcadas que hace las odio, pero me dice que no piense pavadas”, se resigna Raquel. Razón no le falta. En el ‘98, en un partido ante Quilmes, Manu saltó a enterrar la pelota en el aro rival como tantas otras veces. Salvo que en su camino lo desestabilizaron en el aire y se golpeó contra el piso. El diagnóstico indicó traumatismo de cráneo con pérdida de conocimiento y una herida cortante en el cuero cabelludo. “Hasta que la volqué fue hermoso, sentí lo mismo de siempre. La sensación de haber volcado esa pelota y terminar un partido con una acción así fue muy linda”, dijo con naturalidad tras el golpe. Por eso siguió volando, desoyendo los pedidos de su madre, pero ni siquiera él se imaginó alguna vez que podía llegar tan lejos.

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Ginóbili en el definitorio sexto partido, ayer en SBC Center.
“De chico mi sueño no era jugar en la NBA, ni me lo imaginaba.”
 
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