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Ultimas ilusiones de las víctimas

 Por Pablo Vignone

Hace tres semanas, los hinchas de River –incluso algunos disfrazados de periodistas– hacían pronósticos o encuestas para determinar cuántos goles iban a convertirle al pálido rival de la fecha. Venían de hacerle 6 a Estudiantes, arrullaban sus oídos con frases como “éste puede ser el primer gran equipo del nuevo siglo”.
Tres semanas después, los papeles se han invertido. El que golea es Independiente y muchos de esos hinchas ahora sugieren la posibilidad de que sea River el humillado. Se discute sobre un posible armisticio. Un empate, bah. A Independiente le conviene, argumentan los defensores del pacto preexistente, y River sigue quedándose a cinco unidades de la vanguardia, con medio campeonato por delante.
El partido se palpita como hace mucho tiempo no se espera un clásico. Porque ese hálito de final anticipada que lo envuelve está potenciado por la doble condición de los protagonistas. La de este Independiente arrollador que le tomó el gustito a los resultados de tenis pero al que le disgusta que le enrostren el que, hasta ahora, no le ganó a nadie; la de ese River esquizofrénico, que tanto hiere como teme.
El rasgo caníbal del fútbol argentino no se ha arredrado ante la crisis y más bien parece acelerarse: si los torneos anteriores se devoraban algo así como un técnico cada dos fechas, la media subió en este Apertura 2002: con la renuncia de ayer de Néstor Craviotto a la dirección técnica de Estudiantes (Juan Ramón Verón fue designado interino), son cinco los entrenadores que dijeron adiós cuando todavía no arrancó la novena fecha. Atención Indec: ése es el único indicador que no cae en la Argentina.
La gente no va más a la cancha porque haya mejor fútbol, o sólo por eso. Va porque la promesa de mejor fútbol –algo como lo que pretende encarnar Independiente, algo como lo que podría generar River– sigue siendo la mejor promesa posible en el país de Duhalde y Cía. Todo lo demás es in-creíble. Esta alternativa guarda cierto viso de posibilidad.
Así que no hay que extrañarse. De bueno no hay nada nuevo. O sí: la final anticipada del domingo atrae por eso, porque el futbolero adivina una vaga promesa de entretenimiento entre los pliegues de esos 90 minutos por jugarse. Y con eso le alcanza para mantener encendida la ilusión. Lástima si ya empiezan a cruzarse esos funestos pálpitos de respeto irrestricto.

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