DEPORTES

El ezeizómetro

 Por Juan Sasturain
Desde la casa

Alguna vez dijimos algo sobre los feroces usos de Ezeiza. Desde la cruel ironía del chiste negro que le atribuye la condición literal de “única salida” para la Argentina, a muchos otros avatares: deportivos, políticos, estrictamente personales. “Hace medio siglo que vamos y venimos de Ezeiza –escribimos–. Con monedas y pancartas, con fierros y valijas, a buscar boxeadores machucados y viejos descarnados, a putear traidores y a despedir sueños, amigos veteranos y jugadores con babero; a saludarnos solos en los espejos hasta la próxima vez. Ezeiza es La Meca de los argentinos.” Tal cual. Sigue siendo equívocamente así.

En términos de mundiales futboleros, la vergonzosa recepción de 1958 –para nombrar de algún modo la exhibición de estupidez, clasismo e intolerancia de los trajeados hinchas que fueron a “arrojarles moneditas” a los jugadores que regresaban de Suecia goleados y maltrechos– inauguró la costumbre de “ir a Ezeiza”. Con variantes que van de la apoteosis –que solía terminar en el consabido balcón– a la cruel indiferencia, las selecciones y los seleccionados han vuelto a casa y asomado la cabeza cada cuatro años para recibir/padecer/disfrutar lo que los esperaba. Y en general sabían qué esperar.

Claro que Ezeiza ya no es lo mismo que antes: sobre todo por lo raleada que resulta la delegación que suele volver... Cada vez son menos los que regresan, aunque se tenga la delicadeza –esta vez se la tuvo– de partir juntos de acá. Es que estos argentinos de camiseta celeste y blanca incorporada durante un mes, cuyos apellidos se dejan recitar como la Primera Junta, en general no viven, no laburan acá. Son “las condiciones de la época”, como diría Gianuzzi. Turistas en su patria, los muchachos tocan y se van.

Y esas condiciones generales –más allá de aquella coyuntura pavorosa– no han cambiado demasiado del 2002 a hoy. Los jugadores “de acá” eran ya entonces y son ahora infinita minoría. Sin embargo, e incluso dejando de lado la comparación de los resultados futboleros del Mundial de Corea-Japón y de este que aún no terminó, pero que ya nos devolvió a los jugadores y los sueños, hay algo que señalar: la calidez de la recepción que tuvieron esta vez. Y no se trató de recibir a supuestos “campeones morales” o despojados; y tampoco, en esta época de enjambres de micros alquilados y anchos camiones de culata dispuestos a recoger espontáneos manifestantes, de una manifestación armada o manijeada alevosamente desde los medios. Salió así nomás, según creo y quiero creer. Y me animo a suponer por qué.

Como diría Horacio Pagani y muchos compartimos, hay un “fútbol que le gusta a la gente” y que no necesariamente está ligado a los (óptimos) resultados. Yo diría “que nos gusta a la gente”, mejor, para no quedarme afuera. Y es evidente que este equipo, por la mayoría de los jugadores que integra su plantel está dotado, al menos potencialmente, como lo demostró durante lapsos del Mundial, para jugar ese fútbol. Ese es el reconocimiento que se manifestó en Ezeiza.

Esta vez, la marca del ezeizómetro ha sido un buen síntoma, un gesto saludable.

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