ECONOMíA

La economía crece más por suerte que por un modelo

Desde su visión ortodoxa, Mario Teijeiro, presidente del Centro de Estudios Públicos, sostiene que la actual reactivación depende de contingencias favorables que en cualquier momento pueden revertirse.

 Por Julio Nudler

Lo más probable es que en los próximos dos años la economía argentina continúe recuperándose a tasas elevadas, aunque posiblemente inferiores a la actual del 7 por ciento anual, para ir convergiendo luego a una tasa potencial de crecimiento muy baja e insatisfactoria. Tal el oscuro diagnóstico de Mario Teijeiro, un economista liberal que preside el Centro de Estudios Públicos y que suma su interesante análisis al debate que sigue enfrentando a los especialistas: desde que el año pasado se habló de un “veranito”, no ha dejado de discutirse sobre el carácter y la sostenibilidad del ciclo expansivo que está viviendo la economía luego de su pronunciada contracción. Precisamente la pregunta que formula Teijeiro es si es posible sostener altas tasas de crecimiento con políticas keynesianas, caracterizadas por el distribucionismo y el proteccionismo, como son las que según él aplica el Gobierno. No será sorprendente que su respuesta sea en cierto modo negativa, dentro de la humildad con que admite la dificultad de formular pronósticos. Pero son de particular interés los razonamientos que expone para llegar a sus conclusiones, los que a continuación se sintetizan.
El ingreso por argentino no creció en los últimos 30 años, pero ese estancamiento no excluyó fuertes oscilaciones, explicadas por dos factores económicos dominantes: las fluctuaciones de los precios internacionales de los productos que exporta el país y, más importante aún, los movimientos de capitales, su entrada y su salida. En relación con los precios, se trata siempre de un fenómeno externo, incontrolable para la Argentina, porque depende de la evolución de los mercados internacionales. Lo mismo puede ocurrir con los flujos de capitales, que reflejan la situación de liquidez internacional, pero en su caso sí pueden influir factores internos, a veces económicos (una hiperinflación, una crisis bancaria), a veces políticos.
A la recesión que comenzó en 1998 y se extendió hasta 2002 contribuyeron tanto una inicial caída en los precios internacionales como el freno al ingreso de capitales, que fue el elemento crucial. La economía dejó de caer el año pasado cuando la fuga de capitales alcanzó su punto máximo y los precios de los exportables comenzaron a aumentar. Aunque hoy los capitales siguen fugando (a razón de 15 mil millones de dólares en el año), el hecho de que lo hagan a menor ritmo basta para recuperar la demanda interna respecto del piso de la crisis. Mientras tanto, los buenos precios internacionales mejoran la capacidad de gasto del agro y la recaudación de impuestos, financiando un mayor gasto público.
Teijeiro deja caer a esta altura la temida pregunta: ¿hasta cuándo puede seguir esta recuperación? ¿Se trata de los albores de un crecimiento sostenible o estamos frente a una nueva fase del ciclo en un país básicamente estancado y decadente? Por de pronto, hay circunstancias propicias para que se fugue cada vez menos ahorro nacional y para que esos recursos se vuelquen al gasto y la inversión en el país, incluso a pesar de la desconfianza en el sistema financiero. Gracias a la prudencia de la política monetaria y fiscal hay estabilidad cambiaria y de precios, mientras que en el mundo abunda la liquidez y predominan tasas de interés muy bajas.
Lo que Teijeiro señala es que nadie puede predecir cuánto tiempo más durará esta recuperación acelerada de la economía porque no pueden anticiparse las decisiones de gasto de las familias y de reinversión de beneficios por parte de los empresarios, ni si la confianza en el sistema bancario –que sigue virtualmente quebrado– se restablecerá al punto de permitir que retenga en el país crecientes porciones del ahorro nacional. Tampoco hay manera de saber cuánto durará el excepcional momento en los precios de exportación, además de otras contingencias, como el impacto de una eventual crisis del sistema eléctrico. Lo único inexorable es que, tarde o temprano, los impulsos de corto plazo se agotarán.
“Confundir recuperaciones cíclicas de corto plazo con procesos de crecimiento sostenido –recuerda Teijeiro– ha sido normal en la vida política argentina. La lucha por el poder y la permanencia política ha llevado a gobiernos ‘exitosos’ a proclamar que tenían la fórmula para el crecimiento permanente a altas tasas, atribuyéndose méritos que corresponden a factores externos transitorios (altos precios internacionales o bajas tasas de interés) o producto de su propia irresponsabilidad (por ejemplo, políticas basadas en un insostenible endeudamiento externo). Este peligro –advierte– también acecha a esta administración. Ahora el riesgo es que crean (y le quieran hacer creer a la gente) que la recuperación a altas tasas es mérito permanente del nuevo ‘modelo productivo’, cuando en realidad es producto de una disminución de la fuga de capitales y de un fortuito auge de nuestros precios internacionales.”
Como reparando en su exceso crítico, Teijeiro reconoce de inmediato que “hay méritos importantes en el nuevo enfoque económico”, mencionando como tales la adhesión a una disciplina fiscal y monetaria básica y el restablecimiento de un tipo de cambio competitivo, que no es obviamente una cuestión lateral. Pero afirma que esos elementos no bastan para converger a una alta tasa de crecimiento sostenible. “Si el crecimiento en este período de recuperación se vuelve a concentrar en el consumo privado y público y en la inversión en infraestructura –señala–, luego de la recuperación inicial convergeremos a una tasa de crecimiento muy mediocre, propia de un país que ahorra e invierte poco, y lo poco que invierte lo concentra en el mercado interno.”
Como broche de su análisis, Teijeiro expone una lista de recetas ortodoxas para el crecimiento y sentencia que el gobierno de Néstor Kirchner tiende a colocarse del lado incorrecto de las opciones. Como es natural a su visión de las cosas, el titular del CEP aconseja crear un “clima de confianza para los inversores”, con reglas de juego competitivas y estables, en lugar de discrecionales. No muestra mucha simpatía hacia la sustitución de importaciones ni el mercadointernismo, y menos aún “al comercio con otros mercados pobres”, lo que debe leerse como una alusión al Mercosur en contraste con el ALCA o la Unión Europea. Tampoco aprueba que se pretenda reducir la evasión tributaria mientras se mantengan “tasas impositivas exorbitantes para reactivar la demanda y distribuir ingresos”.
Algunas de estas críticas no parecen muy sólidas ni fundadas en hechos reales. No se ve que el Estado argentino genere una significativa redistribución de ingresos, además de estar ahorrando como nunca hizo para atender la deuda. Tampoco está demostrado que comerciar con países ricos asegure necesariamente una apropiación de riqueza por parte del partenaire pobre, lo cual dependerá del carácter de los acuerdos. En cuanto a la creación de un clima de confianza para los negocios, muchos la postularon como un eufemismo para reclamar en favor de las privatizadas, los bancos y los tenedores de bonos, más preocupados por defender intereses determinados que por enunciar fórmulas propicias para consolidar la recuperación de la economía.
En el caso particular de Teijeiro, su análisis tiene la virtud de llamar la atención sobre algunas contingencias que están ayudando a este relanzamiento económico pero que en cualquier momento podrían modificarse. Ese giro adverso en las condiciones de contexto podría sorprender a un gobierno que parece dormitar sobre los laureles de la reactivación y posterga reformas esenciales –el régimen tributario y la política industrial, entre otras– para el modelo productivo del que habla y cuyo mayor sostén es por el momento el cambio en los precios relativos. Es decir, la devaluación con caída del salario.

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