EL MUNDO

Un entierro de mártires entre gritos de venganza

Eran cuatro jóvenes que atravesaban la carretera desde Bagdad hasta Ammán hasta que los alcanzó un misil norteamericano. Murieron los cuatro. Ayer, en Jordania, los enterraron. El enviado de Página/12 relata aquí un funeral desgarrador, atravesado de gritos de odio.

 Por Eduardo Febbro

“Su destino será el paraíso.” Los altoparlantes de la mezquita repiten los versículos del Corán. Centenares de hombres en cuclillas escuchan con respeto las palabras del imán de la mezquita de Khuraiba, un pueblo situado a 100 kilómetros de la capital jordana, Ammán, y a unos cinco de Erbid, la segunda ciudad del país. El imán vuelve a recitar la profecía: “Su destino será el paraíso”. Los hombres se observan compungidos, las huellas del dolor ensombrecen sus rostros. Las palabras del Corán hablan para los espíritus. Abdullah Ababneh tuvo un breve destino terrestre. Su existencia culminó a los 21 años, cegada por un misil norteamericano arrojado por ojos ciegos en un punto de la ruta que une Bagdad con Ammán. Ayer lo enterraron, a él y a las otras tres víctimas jordanas de los bombardeos norteamericanos contra Irak. Los cuatro jóvenes estudiaban en Bagdad y salieron con los primeros bombardeos. En vez de hacerlo directamente hasta Ammán, salieron hacia Siria para evitar las bombas de la ruta. Pero el misil lanzado por un avión les cerró la ruta para siempre: Abdullah Ababneh, Ahmad Enezi, Emram Srihim y Sufian Batayneh son las primeras víctimas de una guerra que ni siquiera les concernía.
Afuera de la mezquita no hay mujeres. En la tradición musulmana las mujeres permanecen en sus casas. Los funerales se llevan a cabo por separado. Los hombres van a la mezquita, entierran el cuerpo, regresan y se instalan en una carpa mientras que las mujeres lloran en casa. El imán empieza su plegaria en honor de Abdullah. En ese momento, el mismo eco se debe escuchar en los otros tres pueblos que entierran sus muertos. El imán dice: “Ahora hay una guerra en Irak, una contra los musulmanes. Hay que hacer la jihad (guerra santa). Todos deben participar con dinero y ayudar a las familias y a quienes combaten”. El jefe religioso no apela a la guerra santa que tantos temores suscita en Occidente. El Jihad no es sólo violencia, también es un esfuerzo sobre si mismo, para aprender, estudiar, sobrepasarse. Los hombres se ponen de pie y una multitud silenciosa sale de la mezquita llevando en andas el cajón de Abdullah cubierto por una bandera jordana. Poco a poco, un rumor denso sube de la multitud. “¡Dios es el más grande!”, “¡Dios es el más grande!”, gritan los hombres. El clamor se mezcla con otros, ahogados por la cólera y la impotencia: “¡Bush y Blair son perros!”, “¡Muera América!”. “¡Mueeraaaaaaa!!!”, repiten los hombres levantando el puño hacia el cielo.
El diputado de la región vino especialmente a pronunciar un discurso. El hombre dice: “No crean que están muertos los que caen como mártires”. La muchedumbre lo interrumpe, vuelca su odio contra Estados Unidos, contra Blair, contra el dolor que los unió allí, una tarde de marzo, con el cajón de alguien que aún podría haber vivido mucho. El diputado sube el tono, vuelve a afirmar: “Es decepcionante que no hayamos escuchado ninguna condena de nuestro gobierno sobre esta agresión contra nuestros estudiantes”. Los hombres gritan una vez más, el diputado espera y sigue su discurso: “Bush y Blair son criminales que vinieron como enemigos de la humanidad y de la libertad. Han venido con armas de destrucción a aniquilar a la humanidad”. La tensión llega a su extremo. El diputado concluye y los hombres rompen el orden para lanzarse en fila india a través de una suave pendiente cubierta de olivares. Llevan el muerto en andas y la rabia en las entrañas. “Los norteamericanos no tienen derecho de hacer eso. Saddam Hussein es nuestro héroe porque resiste a los norteamericanos”, comenta uno de los hombres del grupo. Tiene los ojos repletos de lágrimas apenas contenidas. Otro se suma al diálogo. “Bushasesina nuestro honor, bombardea las rutas, dispara sobre las ambulancias, hace lo mismo que los israelíes con los palestinos. No importa que haya mujeres, niños o heridos. Lo único que cuenta es matar”.
El 80 porciento de la localidad de Khuraiba se apostó sobre la colina. Los hombres llevan el féretro hasta el cementerio, un campo de pasto alto, lleno de piedras y algunas tumbas esparcidas. El cuerpo de Abdullah baja lentamente hacia la tierra. “Educamos a nuestros hijos hasta que van a la universidad y luego Bush viene a matarlos”, dice el padre de Abdullah. Sus hermanos hombres lo rodean. Abdullah Ababneh era el único de los seis hijos varones y de las cinco mujeres que había podido realizar estudios. Le faltaban ocho meses para terminar su carrera. Su madre, al borde del desmayo, deformada por el dolor, todavía se pregunta: “¿Por qué mataron a mi hijo? ¿Quién lo mató?”. Su hermano cuenta: “Nuestro rey es una vergüenza. Nuestro rey tiene las manos atadas por Estados Unidos, pero el pueblo no”. Otro hermano se acerca. Apenas puede controlar la histeria que le provoca la visión del cajón con el cuerpo de su hermano cubriéndose poco a poco con la tierra. Los hombres se apresuran a cubrirlo. El hermano clama: “Nadie ha venido a pedirnos disculpas, ni la embajada de Estados Unidos, ni la de Gran Bretaña. Consideran a los musulmanes como sombras. Vengaremos esta muerte”.
“Dios es el más grande”. Los hombres se alejan poco a poco de la tumba. La tierra húmeda y marrón, el pasto verde, un puñado de flores rojas, la colina y las casas y los olivares y el sol y la voz de un anciano que dice: “En esta tierra hay dos leyes, dos hombres distintos. Uno está bajo la mirada de los poderosos, que aceptan sus crímenes. Es Israel. El otro hombre vive bajo la ley de la fuerza, paga con su sangre y su estómago y sus hijos. Somos nosotros”.
Como muchos de los jóvenes de estos pueblos jordanos de campesinos humildes, Abdullah Ababneh estudiaba gracias a una beca otorgada por Bagdad. En Jordania los estudios son caros y los campesinos no pueden pagarlos. Abdullah Ababneh realizó su sueño. “América nos destruyó, incluso a quienes no estábamos en pie de guerra”, dice el padre. Los hombres se retiran del cementerio. Queda el pasto vacío y la tumba recién cubierta. Y un gran silencio. La madre llora en la casa, junto a otras mujeres hipnotizadas. A cinco kilómetros de Khuraiba, Erbid está en plena efervescencia. “Nos roban a nuestros hijos, Bush asesino, Sharon asesino, Blair asesino”, gritan las mujeres rodeadas por una densa multitud de hombres. En Erbid hay gente en todas partes, camiones y autobuses repletos, coches llenos de hombres y niños y banderas que recorren la ciudad con la imagen del otro muerto. “Saddam es nuestro aliado”, dice un niño de 11 años sentado en el techo de una camioneta. Detrás va su padre levantando en alto un afiche de Saddam Hussein cuando era mucho más joven. El presidente iraquí lleva un fusil y un sombrero ridículo.
Hay miles y miles de personas por las calles, en los balcones. Erbid está hundida en el dolor, la incomprensión, la sed de venganza y la sensación irrespirable de la justicia. “Hasta cuando vamos a pagar por Sharon y Bush”, dice un joven de 20 anos. “Todos los que estamos acá seremos bombas humanas. Ellos asesinan a nuestros hijos con sus misiles, nosotros asesinaremos a los suyos con nuestros propios cuerpos”, grita un hombre de mediana edad. Tiene un palo grueso en la mano y lo blande en signo de amenaza. Sus amigos lo retienen. El hombre es incapaz de pegar. Siente odio y dice: “Es Bush, son Bush y Blair quienes nos pusieron estas armas en la mano”.
Ni islamistas ni radicales. Musulmanes tranquilos, un pueblo calmo y afable, agredido. El mismo hombre que amenazaba con el palo corre después para ayudar a un periodista que se había caído. Siente vergüenza de su gesto. Levanta los ojos hacia el cielo, intenta decir algo pero se calla. El cortejo pasa con el cuerpo del segundo joven muerto. La multitud seenardece. El imán de la mezquita de Erbid hace un nuevo llamado a la guerra santa. “Bush no piensa en los inocentes –comenta un hombre cabizbajo–. Es un perro que protege a los culpables.”
Jordania enterró a sus cuatro mártires. Los mató un misil en una helada ruta del desierto.

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Los amigos de los muertos estallan en sollozos en el camino al entierro de ayer.
 
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