EL MUNDO › UN EX INTERNADO DE UN CAMPO DE REEDUCACION DA SU TESTIMONIO

Historias de una pesadilla norcoreana

Por Ignacio Cembrero *

“Los niños habían recibido aquella tarde la orden de extraer de la cantera una tonelada de arcilla, mientras yo había sido encargado de trasladar los bloques de tierra hasta los camiones. De pronto escuché un ruido ensordecedor. Un derrumbamiento sepultó a un puñado de niños. Varios resultaron muertos en el accidente. Estaba angustiado. Este trabajo no estaba hecho para muchachos de mi edad. Apenas rescatados los cadáveres y evacuados los heridos, los supervivientes, a golpes, tuvieron que volver al tajo.”
Kang Chol-Hwan, de 32 años, recuerda en voz baja, en una entrevista con este diario a través de un intérprete, sus terribles vivencias del campo de reeducación de Yoduk, en Corea del Norte. Allí fue internado, a la edad de nueve años, con toda su familia por alguna falta contrarrevolucionaria cometida por su abuelo. Permaneció una década detrás de los muros y las alambradas, hasta que en 1987 fue liberado, vivió en diversos lugares de Corea del Norte y logró, después, escaparse a China y, de ahí, a Seúl.
La peor faceta del líder Kim Jong-il no es su amenazadora política exterior, sino la represión interna y, desde 1997, la hambruna que ha causado la muerte de cientos de miles de norcoreanos. La familia de Kang Chol-Hwan, emigrada a Japón, cometió el error de regresar a su patria norcoreana para ayudar a la revolución. Al poco tiempo de su instalación en Pyongyang, su abuelo no volvió a casa y, a partir de entonces, empezaron las desgracias para sus parientes, que, con la excepción de la madre, fueron deportados a Yoduk en agosto de 1977. “Nunca supe lo que se reprochaba a mi abuelo ni tampoco lo volví a ver porque lo enviaron a un campo de régimen severo, no de reeducación como Yoduk –comenta Kang–. A mi madre, la policía política la obligó a divorciarse sin ni siquiera hacerla firmar ningún documento.”
“La reeducación en Yoduk –recuerda– consistía, entre otras cosas, en escuchar, al maestro del colegio al que iba, decirnos que, por ser hijos de contrarrevolucionarios, merecíamos morir, pero que, gracias a la magnanimidad del Partido y del Gran Líder, se nos estaba dando la posibilidad de enmendarnos.” Además de recibir lecciones de matemáticas, de lengua y, sobre todo, de la historia del partido y los discursos de Kim Jong-il, los niños dedicaban las tardes a trabajar extrayendo, por ejemplo, arcilla. “Nuestras raciones alimentarias, básicamente unos 400 gramos de maíz al día, eran escasas para los esfuerzos que hacíamos”, prosigue Kang. “De ahí que, sobre todo al final del duro invierno, muriesen muchos niños y ancianos –rememora Kang–. Una mera gripe era con frecuencia mortal porque apenas había medicinas –sólo algunos antiinflamatorios– en el ambulatorio del área que ocupábamos en el campo. Calculé que fallecían un centenar de personas al año sobre una población que oscilaba entre las 2000 y 3000. Antes de inhumar los cadáveres, les quitábamos ropa y calzado para reutilizarlo.”
Kang supo que había llegado a la edad adulta cuando, en una de las últimas clases, el maestro dijo a sus alumnos: “Antes, si ustedes cometían un error, incluso grave, se los castigaba, pero no se los fusilaba. Ahora que son adultos responsables, ya pueden ser fusilados”. Antes, como niño, ya había visto algunas ejecuciones públicas de internos que intentaron evadirse. “Dos militares fueron ahorcados y, mientras los cadáveres aún orinaban, los guardianes nos ordenaron a los 2000 asistentes que cada uno les lanzase una piedra al tiempo que gritaba: ¡Muerte a los traidores! En alguna otra ocasión se lapidó a los vivos. Esa vivencia es la que más me marcó.”
Otros episodios atroces de la vida del campo supusieron para Kang y los adolescentes de su edad una distracción. “Para no engendrar a contrarrevolucionarios, las relaciones sexuales estaban prohibidas, y cuando se sospechaba que una pareja podía haberlas mantenido, el hombre era enviado al calabozo y la mujer debía hacer una autocrítica pública narrando cómo había sido el coito –recuerda Kang–. El relato nunca satisfacía el morbo de nuestros cancerberos, que exigían conocer todo tipo de detalles sobre los retozos sexuales. Nosotros, los jóvenes, reíamos con discreción en un rincón mientras seguíamos lo que era nuestra primera clase de educación sexual.” A varias parejas no las descubrieron mientras hacían el amor en esos barracones sin agua corriente y con poca luz eléctrica en los que se alojaban. Alguna mujer se quedó incluso embarazada. Su estado no la libraba de la sesión de escarnio público. “Se las obligaba a desnudarse ante los demás internos, debían exhibir su vientre tenso y casi siempre se las forzaba a abortar. Si el embarazo llegaba a término, porque lograba disimularlo, se le quitaba a su hijo después del parto.”
Tres años después de su liberación, Kang logró reencontrarse con su madre en Pyongyang. Más tarde cruzó clandestinamente la frontera con China y, en septiembre de 1992, un carguero hondureño le llevó hasta las aguas surcoreanas. “Ni siquiera me atrevo a soñar con volver a ver a mi madre y mis hermanos.” Pese a la relativa distensión entre las dos Coreas, “sé que es imposible”.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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