EL MUNDO › QUE SIENTEN, PIENSAN Y
QUIEREN LOS NIÑOS IRAQUIES QUE PERDIERON TODO

Hablan los huérfanos de Saddam y de Bush

La guerra a Irak dejó muchas secuelas, pero una de las menos consignadas es la que más salta a la vista en Bagdad: los niños que quedaron huérfanos de casi todo. Un enviado de Página/12 los visitó y habló con ellos. Este es su testimonio (y es desgarrador).

 Por Eduardo Febbro

Entamar Sameer perdió todo en un abrir y cerrar de ojos. El pasado 7 de abril, cuando salió del liceo tecnológico de Hilla, al sur de Irak, Entamar emprendió el camino hacia su casa con un par de amigos. Los bombardeos de la mañana no lo habían asustado. Con el correr de los días, el estruendo de las bombas y de los aviones en el cielo se incrustó en su paisaje cotidiano. Caminó el medio kilómetro que lo separaba de su domicilio pensando que no le hubiera gustado ser militar. A dos cuadras de su calle sintió que los vecinos escondían la mirada cuando lo veían pasar.
De pronto vio una columna de humo y un montón de gente sentada en la tierra, con la cabeza oculta entre los brazos. Le llegaban los gritos de varias mujeres desesperadas y un intenso olor a pólvora. Entamar apretó el paso pero un vecino lo detuvo, abrazándolo con angustia. El adolescente se desprendió y corrió hasta su casa. Las mujeres que lloraban le cortaron el paso, señalaban hacia el cielo e imploraban a su Dios. Entamar las dejó atrás y corrió seguido por un grupo de hombres y de amigos que lo llamaban. Estaba seguro de que algo había ocurrido pero nunca intuyó que su casa sería una montaña de ruinas humeantes. Su corazón dejó de latir por unos instantes. “Me sentí inmensamente solo, perdido en el universo, como un árbol al que le hubiesen arrancado las raíces de cuajo”, dice el adolescente. Caminó entre los escombros llamando a su familia. Los vecinos lo rodeaban en silencio, dejándole espacio y tiempo para que comprendiera lo que ninguna garganta humana se animaba a anunciarle. Su padre, su madre, su tía, su abuela y sus tres hermanos estaban entre las piedras, tragados por la muerte que cayó del cielo indiscriminadamente. La bomba norteamericana erró su blanco pero destrozó la vida de Entamar Sameer. La segunda guerra de Irak hizo de él un huérfano.
“Ahora mi destino depende de mí. Lo único que quiero es seguir mis estudios, encontrar una casa, bañarme, sacarme la bomba que se me quedó en el corazón”, dice el adolescente. Lo circunda una noche sin luz. Sus ojos negros y brillantes no reflejan tristeza sino la profunda soledad de una adolescencia sin nadie. Entamar no tenía otra familia que la que estaba en su casa. El resto de su parentela vive en Siria y Kuwait y el muchacho ni siquiera sabe cómo ubicarla. A sus escasos 16 años, Entamar conoció la errancia, el hambre y las amenazas de la calle sin que hubiese estado predestinado para ello. Su mundo de hoy está hecho de polvo, de suciedad, de miradas hostiles, de otros niños como él y de algunos momentos de bondad que le prodigan sus verdugos y los periodistas que entran y salen del perímetro protegido de los hoteles Sheraton y Palestina. Entamar, Rawa, Ahmed, Khalid, Mustafa, Diamia o Beedor, todos estos “nuevos huérfanos” de las guerras presentes y pasadas deambulan sin rumbo en una ciudad donde mandan los ladrones y un ejército extranjero. Entamar tiene 16 años, Ahmed 14, Rawa 12, Khalid 9, Mustafa 7, Diamia 6, Beedor 5 años. Cada uno de estos niños perdió a toda o parte de su familia en el curso de los últimos años. Algunos, como Entamar, se quedaron huérfanos con los bombardeos anglonorteamericanos de marzo y abril de este año. Otros, como Rawa, Ahmed o Khalid, vieron su infancia partida por una bomba en el curso de las repetidas ofensivas aéreas lanzadas por Estados Unidos en distintos puntos de Irak con el pretexto de hacer respetar las zonas de exclusión aéreas decididas por la ONU. A todos los unen la misma suerte y la mano del mismo verdugo.
La vida de Rawa es una novela. La niña perdió a padre y a sus hermanos en el sur de Irak durante una serie de bombardeos efectuados en octubre pasado. Viajó a Bagdad con un tío que la maltrató. Se escapó de la casa de su tío y se fue a vivir a la calle. Subsistió un par de semanas pidiendolimosna y vendiendo chocolates de mala calidad. Como en el Irak de Saddam Hussein la mendicidad estaba prohibida, Rawa fue arrestada y llevada a la cárcel. Los bombardeos contra Bagdad y la posterior caída de la ciudad las vivió tras las rejas, en una prisión de adultos. “Nunca tuve miedo porque no sabía. Pensé que esos temblores se debían a que estaban realizando trabajos”, dice la niña. Para ella, las puertas de la libertad tienen la cara pecosa y sonriente de un soldado norteamericano que llegó a la cárcel al mando de una unidad que liberó a todos los prisioneros. “Cuando vi lo que había ocurrido no lo podía creer. Todo estaba destruido, había un montón de muertos por la calle y toda esa gente rara que hablaba en un idioma desconocido, que estaba vestida como marcianos y circulaba en unas enormes máquinas que hacían un ruido infernal.” La niña pensó que su destino había encontrado un puerto protector. Pero el soldado pecoso lo único que hizo fue sacarle las cadenas y dejarla en la nada junto a los demás prisioneros. “Pasé días de hambre y de miedo. Había combates todo el tiempo y no sabía dónde refugiarme. Nadie quería ayudarme, la gente corría por las calles, había un montón de hombres con armas y muchos heridos. Varias veces creí que me iban a matar. Al fin me encontré con Ahmed, otro huérfano como yo, y él me dijo que viniéramos a esta casa.” La “casa” es un estrecho círculo formado por los alambres de púa que hacen de entrada al perímetro protegido. Los chicos duermen ahí, tirados por el piso pero al resguardo de los ladrones y los hombres de bajas intenciones que vienen a buscarlos. Cuando los chicos los ven enseguida gritan “Ali Baba, Ali Baba, Ali Baba”. Entonces el soldado Hernández y sus compañeros empuñan las armas y salen a ahuyentarlos. A veces, cuando se ponen demasiado pesados, los detienen. “Ayer se llevaron a un Ali Baba muy malo”, cuenta Beedor desde la inocencia de sus cinco años. Las paradojas son crueles y la que hace que estos niños vivan bajo la protección de un puñado de hombres pertenecientes al ejército que diseminó a sus familias es una de las más absurdas. Por la noche, los Hernández, Michael, John y Gregor se encargan de los niños. Les dan comida, golosinas, un poco de dinero y, sobre todo, juegan con ellos. Cuando alguno se porta mal lo hacen dormir fuera del círculo. Hernández, que es de origen cubano, cuenta: “Empezaron a llegar de a poco, sin pedir nada. Primero no se animaban a pasar la alambrada, pero después, cuando vimos que un hombre adulto les robaba la poca plata que habían ganado vendiendo chucherías, nos dimos cuenta de que no tenían a nadie. Este lugar polvoriento y ruidoso es su casa. Aquí llegan al caer la tarde y se quedan con nosotros hasta la mañana. Nunca se alejan demasiado. Los más grandes tratan de trabajar. Algunos lustran zapatos, otros venden golosinas. El problema es que no todos son huérfanos completamente. Hay varios chicos que perdieron a su padre pero no a su madre, pero como les pegan en la casa prefieren la calle. No se puede creer cómo son de malos sus familiares. La madre de uno de los nenitos viene una vez cada dos días a sacarle la plata que ganó. Nosotros no sabemos qué hacer, nos morimos de pena. Fuera de nosotros y de algunos periodistas generosos no tienen a nadie más en el mundo. Son niños muy tiernos. Lo único que piden es amor”. Cuando alguien le pregunta a Khalid qué espera de la vida, el niño responde sin dudar: “Quiero vivir en cualquier país que esté lejos de mi madre”. Rawa tiene un sueño: “Lo que más deseo en la vida es pasar una noche en el hotel Sheraton y ver cómo es la ciudad desde allá arriba”.
¿Cuántos son los huérfanos iraquíes? En estos días de “libertad” nadie sabe exactamente, nadie quiere abrir los ojos. La Unicef calcula que 12 millones de niños y adolescentes iraquíes están amenazados. El embargo y las guerras sucesivas diseminaron la infancia iraquí. Entamar, Ahmed, Rawa, Khalid, Mustafa, Diamia o Beedor son un ínfimo retrato del inmenso drama. La última guerra lo ha multiplicado por cien. Bagdad es un río de niños solos, de rostros chupados y miradas suplicantes. La historia de loschicos del hotel Sheraton y Palestina es única. No los protege el ejército que invadió Irak sino un puñado de hombres que lo componen. “El individuo por el individuo”, dice el soldado Michael. Si fuera por ellos se los llevarían a todos. “Pero no se puede”, comenta Hernández. Los chicos no saben que es imposible. Han encontrado una familia sustituta y están seguros de que se irán con los soldados a EE.UU., a vivir en paz y a ganar mucha plata. Han aprendido a hablar un poco de inglés. Para ellos, esos hombres no son sus enemigos: “Si no fuera por ellos estaríamos mucho más perdidos. La gente de nuestro país no nos quiere, nos echan de todas partes y ni siquiera nos dan comida”, afirma Entamar.

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Los huérfanos iraquíes se abrazan y se reconfortan en medio de su soledad.
 
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