EL MUNDO › OPINION

Se impone ya un plan canje

La noticia, fechada como buena en La Paz, dice que Japón acaba de condonarle a Bolivia 505 millones de dólares de deuda no comercial. Es decir: no le va cobrar eso que le debe. Ya está. Todo un gesto de los orientales. El presidente Carlos Mesa y el embajador japonés Hajime Sasaki lo entendieron así y declararon conjuntamente que comienza “una nueva etapa en la cooperación de las potencias con los países pobres”. Los japoneses dicen que no hacen sino lo que (moral y estratégicamente) deben hacer: no apretarles más la soga a los ahorcados. Con dos centímetros de lengua afuera ya está bien. En la lista amarilla de deudores candidatos a las próximas condonaciones está un cuarteto africano de terror: Tanzania, Uganda, Mauritania y Mali. El condonazo (es inevitable que suene como suena) en estos casos seguramente también será grande. Para los bolivianos, que tienen una envidiable deuda externa de poco más de 5000 millones, el diez por ciento es un montón de plata. Y para mí, ni qué hablar... En síntesis: los ponjas estuvieron bien, y felicidades para los sufridos compañeros bolivianos, hermanos de deuda.
Sin embargo, cabe especular –con toda mala leche (de soja)– que tras este gesto los del sol naciente se traen la katana bajo el kimono. Bah, no tanto como eso, pero seguramente que la cosa no quedará acá. Lo que se viene en la llamada “nueva etapa de cooperación” es la propuesta de un plan canje. Y algo mucho más imaginativo y trascendente que sake por chicha, o coca por atún. No es necesario acceder a la documentación secreta de ambas cancillerías para intuirlo: basta con mirar el mapa.
Bolivia necesita costa y Japón es lo único que tiene. Un canje de –digamos– un par de islitas con unos mil kilómetros lineales de mar verdadero, por un insert mediterráneo –algo así como un Luxemburgo oriental– con extensión de pespunte fronterizo continental equivalente, es la propuesta que los japoneses no tardarán en proponer y que los bolivianos no dejarán seriamente de considerar. Y, con todo respeto, no estaría mal. La inequívoca vocación imperial de los nipones puede ser leída benévola e históricamente como la necesidad de superar su condición insular: nunca han dejado de ser, como los no menos avasalladores británicos, un puñado de millones de náufragos mirando ansiosos hacia tierra firme. En cuanto a los sufridos hijos de Bolívar y el estaño, ya es hora de que puedan probar que las hermosas naves ecológicas y biodegradables con que se pasean orgullosos por el Titicaca se bancan el agua salada. Entre otras cosas, claro.

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