EL PAíS › OPINION

El ocaso político del Jefe

 Por Luis Bruschtein

Ayer Menem apareció por todos lados. Además de la inhibición de sus bienes que ordenó el juez Oyarbide, el diputado santiagueño José Figueroa anunció que abandonaba el barco menemista y sumaba su apoyo al presidente Néstor Kirchner y el ex gobernador Carlos Reutemann rechazó de plano que fuera a encabezar un subloque de seguidores del ex presidente en el Senado. El abogado defensor de Carlos Telleldín en el juicio por el atentado contra la AMIA, Víctor Stinfale, se proclamó –junto a su defendido– como perseguido político de la era menemista.
La imagen del ex Jefe, que en junio del año pasado ganó la primera vuelta de las presidenciales tras diez años de ejercicio del poder, diez años de aparecer imbatible, intocable y hasta retornable, ahora recuerda esos monumentos abatidos de Saddam Hussein con la mirada de prócer destinada a perderse en el horizonte patéticamente sepultada en el polvo.
“La principal tarea de un gobernante es mantenerse en el poder”, respondió una vez el caudillo de Santiago del Estero, Carlos Juárez, a un grupo de políticos. Esa frase, expresada como máxima fundamental, esconde su remate: “De cualquier manera y a cualquier costo”. Es una lógica de caudillo conservador donde los contenidos políticos, los valores éticos y las necesidades de la gente están subordinados a ese objetivo.
Carlos Juárez va rumbo al precipicio, igual que antes le pasó a Ramón Saadi. De manera similar, Carlos Menem avanza a un final que tiene el mismo regusto amargo y la misma moraleja antitética del Viejo Vizcacha. El derrumbe sin gloria de un liderazgo construido con viveza y malicia.
A nivel popular no es nada más que el pinchazo a una burbuja de jabón. Después de todo, la era menemista fue de las más perjudiciales para los trabajadores, los pobres y las capas medias. Fue el período que más propició la concentración de la riqueza en manos de pocos ricos. Por eso, lo que sorprende es la ingratitud de esos pocos a quienes favoreció tanto.
Muchos dicen que siguen siendo sus amigos y que lo respetan, con esa falsa veneración que suena más a un pasaje al pasado que a una reivindicación. Porque la imagen del ex presidente es la de un hombre solitario en la derrota, poco dispuesto a asumirla con grandeza y hasta sin discurso para defender su gestión tras el latigazo inapelable de la crisis que engendró. Desprovisto del poder, Menem es el espectro de lo que fue.
No es tan difícil distinguir al espectro del Menem real sin los atributos imaginarios que concede el poder. Aquel era el Menem de astucia política insuperable. Este sólo atina a defender con argumentos pobres y limitados el discurso neoliberal ortodoxo en el que nunca había creído hasta que llegó a la Presidencia. Es probable que toda su astucia consistiera entonces en abandonar sus convicciones para ponerse donde soplaba el viento.
Aquel era el Menem que se rodeaba de ricos y riquezas, que proyectó esa imagen como expresión de su idea del éxito, ostentoso con sus fiestas y su vida personal, al igual que los funcionarios y los políticos de esa época. Este oculta cuentas bancarias en el exterior y se presenta ante la Justicia para decir que no tiene bienes embargables, que es casi pobre, cuando la pobreza, para la cultura que representó en todos esos años, era sinónimo de estupidez y fracaso.
Este Menem trata de convencer a la Justicia de que es mal empresario y mal negociante. El otro Menem fue presidente de un gobierno que tiene causas millonarias por corrupción y varios altos funcionarios juzgados por ese delito que se enriquecieron de la noche a la mañana. Un gobierno que fue el máximo exponente de una cultura política que llamaba comisiones a las coimas y que las asumía como algo natural porque en esa concepción mercantil todo debía ser un buen negocio, incluso la política. Y en la que los negocios se medían por la ganancia individual y no por la ética, el bien común o el servicio. Sus diez años de gobierno fueron tan eficaces para instalar esa cultura, que ahora resulta difícil creer que el Jefe no fue el más vivo ni el más ganador de todos.

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