EL MUNDO › OPINION

De la paz a la guerra

Por Claudio Uriarte

Una paradoja más allá de la espuria polémica sobre si Estados Unidos lanzó la bomba para acelerar la capitulación de Japón o para imponer su principio de autoridad sobre la Unión Soviética –probablemente lo hizo por ambos motivos– es que el 60º aniversario de las explosiones en Hiroshima y Nagasaki, la última en números redondos que verá gran parte de los sobrevivientes, coincide con el momento en que el recrudecimiento de las tensiones en la península coreana, uno de cuyos ejes es el empeño de Corea del Norte de hacerse de armamentos nucleares, plantea los horizontes, hasta ahora tabúes, de un Japón remilitarizado y aun nuclearizado. (La última y cuarta ronda de conversaciones hexapartitas sobre Corea del Norte, sostenidas en Pekín entre las dos Coreas, Estados Unidos, Rusia, China y Japón, resultó un previsible fracaso.)
El eje del asunto parece ser que las bases que Estados Unidos mantiene en Corea del Sur ya no son queridas allí (ni en Okinawa, en Japón, para el caso), al tiempo que Estados Unidos, por su parte, y al menos bajo la doctrina de reestructuración de sus Fuerzas Armadas que impulsa el actual secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, tampoco quiere mantener el costoso e inmovilizante despliegue de mastodónticas bases militares permanentes que signaron su arquitectura estratégica durante la Guerra Fría. Entonces, un repliegue de las tropas norteamericanas acantonadas en Corea del Sur (y Rumsfeld anunció unilateralmente uno de ellos semanas atrás) parecería requerir, como maniobra compensatoria de los intereses prooccidentales en la zona, un fortalecimiento del ejército surcoreano y una revisión del manual de operaciones de otro ejército, el que hasta hoy Tokio púdicamente denomina Fuerzas de Defensa de Japón (FDJ). En otras palabras, se pasaría de una configuración puramente defensiva y humanitaria al perfil de un ejército clásico. Ese es el sentido de la presencia de contingentes japoneses (aunque todavía con instrucciones “humanitarias”) en un escenario de guerra con el que no tienen nada que ver, como es el de Irak.
Porque el de la península coreana es un problema más complejo que el de un dictador stalinista de opereta (el “querido líder”, Kim Jong Il) chantajeando cíclicamente a Estados Unidos, Japón y Corea del Sur con su programa nuclear para conseguir dinero (aunque ése sea el núcleo del problema: Kim Jong Il, a diferencia de Osama bin Laden, no es un hombre de exaltados ideales). En realidad, la península coreana es sólo el centro de una disputa mucho más amplia por el dominio geopolítico del Nordeste Asiático y el Pacífico Norte. Detrás del excéntrico dictador mueven sus fichas China y Rusia, que compiten por influencia con Estados Unidos y sin cuyas ayudas Kim Jong Il no podría reanudar su programa nuclear (aunque quede por verse cuánto hay de cierto y cuánto de bluff en los amenazantes anuncios del Norte de que ya posee la bomba). Pero la estrategia prooccidentalista se le complica a Estados Unidos por el hecho de que Corea del Sur y Japón son rivales históricos. La reciente edición en Japón de un libro de texto eximiendo al ejército imperial japonés por sus documentados crímenes de guerra en la Segunda Guerra Mundial despertó airadas protestas no sólo en Pekín, sino también en Seúl. Pero el libro, así como las reiteradas visitas del premier japonés, Junichiro Koizumi, a un templo sintoísta que recuerda a los caídos en la guerra, indican que Tokio, aunque no pueda decirlo del todo, ha cambiado de agenda con el guiño del Pentágono, que también ha alterado sutilmente su vieja política de “una sola China, cuya capital es Pekín” (y que solamente servía para confrontar con la ex Unión Soviética en la extinta Guerra Fría) con la suba de calidad estratégica del material militar que vende a la isla independentista de Taiwan.
En otras palabras, y pese a todo lo que se dijo ayer en el Parque de la Paz en Hiroshima, las armas nucleares están para quedarse. En principio, por la simple razón de sentido común de que, incluso si mañana se destruyeran todos los arsenales nucleares del planeta, la tecnología y el conocimiento para reconstruirlos no pueden ser “desinventados”; en segundo lugar, porque la proliferación está a la orden del día en todas partes, y, por último, porque fue la amenaza de “mutua destrucción asegurada” lo que paradójicamente mantuvo la paz entre Estados Unidos y la Unión Soviética por más de cuatro décadas. Es probable que las potencias refinen y modifiquen sus arsenales nucleares en una nueva “sintonía fina” para adecuarlos a los que consideran sus desafíos actuales; no que los eliminen.

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