EL PAíS › OPINION

El curioso experimento de gobernar sin política

 Por Tomás Bril Mascarenhas y
Sebastián Mauro *

Un año atrás se iniciaba en la ciudad de Buenos Aires un experimento único en la política argentina. Luego de cuatro años de competir en elecciones con una fuerza política que reunía fragmentos del colapsado sistema de partidos porteño, Mauricio Macri, outsider en estado puro, acompañado por jóvenes profesionales con escasa experiencia política previa, llegó al poder con un discurso crítico de los déficit de la gestión de Aníbal Ibarra. El empresario devenido dirigente futbolístico es el más extremo emergente de un fenómeno cuyo epicentro es la ciudad de Buenos Aires: la ocupación de la dinámica política por líderes (frecuentemente mediáticos) que funcionan como polos atrayentes de las esquirlas organizativas de sistemas partidarios en profunda transformación o, como en el caso porteño, que directamente se han derrumbado.

El primer año de su gestión comenzó con la formación de un gabinete que implicaba una “estrategia de gobernar solo”: Macri cubrió los cargos políticos del gobierno con técnicos independientes y con amigos personales con escasa o nula experiencia en instituciones públicas, en desmedro de los dirigentes de su incipiente organización partidaria. Desde una concepción que supone que las esferas de la política y de la administración pueden ser separadas, el macrismo decidió no nutrirse de legisladores experimentados ni de cuadros ejecutivos con trayectorias políticas de relevancia.

En los últimos doce meses se ha reparado poco en la asociación que parece existir entre la debilidad institucional del PRO como actor político y el fracaso de ciertos ejes centrales de su campaña electoral. En efecto, Macri se presentó como el candidato de la capacidad técnica y de la “pasión por hacer”. Sin embargo, este año de gestión ha mostrado un gobierno carente de los equipos técnicos que decía tener, un gobierno con una agenda errática, en la que las contramarchas son más norma que excepciones (la caída del proyecto de extender el alcance del impuesto al Sello es un ejemplo reciente) y, por último, un gobierno empantanado que destina buena parte de su discurso a explicar por qué su acción es obstaculizada, una y otra vez, por factores imprevistos y ajenos a la propia acción de gobierno. En definitiva, en este primer año se han conjugado incapacidad de gestión con torpeza o ingenuidad política.

Respecto del primer punto, sobresale la significativa dificultad para ejecutar el presupuesto, especialmente en las áreas destinadas a infraestructura, postergando transformaciones de índole estructural como producto de la improvisación. En este sentido, el rápido abandono de la promesa de ampliar aceleradamente la red de subterráneos es atribuible más bien a la carencia de planificación (en el contexto argentino posdefault parecía al menos riesgoso que una línea medular del plan de gobierno dependiera exclusivamente del financiamiento internacional) que al cambio repentino de variables exógenas. Asimismo, la inexistencia de una estrategia preconcebida para negociar con la Presidencia puso de manifiesto la incapacidad política del macrismo para procesar uno de sus principales desafíos.

Este último punto expone la ingenuidad política del gobierno porteño para timonear conflictos con actores gremiales o institucionales. La mentada reforma del Estado en clave eficientista tuvo su primera expresión con el despido masivo de 2300 contratados, generando una escena que prometía crispación y que se diluyó junto con las ínfulas del oficialismo. La prolongada conflictividad en el área de educación le valió el descrédito como administrador, en tanto se expuso la carencia de los mínimos trabajos de mantenimiento edilicio y se multiplicaron las desgastantes polémicas con los gremios docentes, llegando al punto de que la oposición en la Legislatura (minoritaria y fragmentada) tomara la iniciativa para destrabar el conflicto salarial y diera al Ejecutivo los instrumentos para reasignar fondos. En el plano legislativo, la descoordinación del frente interno se puso de manifiesto cuando en julio la bancada oficialista aprobó una insistencia legislativa para revertir un veto parcial del jefe de Gobierno sobre un proyecto que limitaba la construcción de torres en Caballito.

La enumeración de equívocos e improvisaciones podría continuar, pero nos interesa detenernos a reflexionar sobre ciertas dificultades que ha presentado el macrismo en la gestión. En primer lugar, son evidentes las limitaciones para construir una agenda programática coherente. Si bien es posible observar un sesgo político determinado en varias de sus principales medidas, las contradicciones y contramarchas demuestran que dicha orientación proviene de un conjunto heterogéneo de prejuicios e intereses y no de un programa de gobierno. Segundo, el macrismo se ha revelado incapaz de implementar eficazmente muchas de sus políticas, fenómeno que no puede disociarse de la escasez de cuadros dotados de experticia (técnica y/o política) en la conducción de los hilos del Estado (anemia que intentó paliarse con el recurso compulsivo a buscar gestores en el sector privado, a los que sólo pudo atraerse aumentando salarios y premios). Por último, las inconsistencias para definir políticas públicas, la incapacidad de llevarlas adelante y la postergación de la construcción de un actor político que no dependiera totalmente del devenir de la popularidad de la figura de Macri han dificultado la instalación política del PRO como oposición al gobierno nacional en una escena de polarización que, con el conflicto agrario, visibilizó a otros líderes.

En cada una de estas dificultades es posible advertir de qué manera la destrucción de los partidos políticos en el distrito ha obturado la formación de agendas programáticas (de derecha o izquierda) y ha comprometido tanto a la administración como a la política misma. Sin un mínimo de articulación entre fragmentos partidarios y líderes de popularidad y con una verba antiestatista y excesivamente personalista, las dificultades para condensar expectativas heterogéneas en una agenda programática se han vuelto insostenibles, mientras que la decisión de delegar el gobierno en individuos con exigua experiencia en instancias estatales ha limitado las posibilidades de desarrollar cualquier tipo de política. Así, el experimento porteño abre interrogantes que trascienden, por mucho, las fronteras del distrito: ¿cómo será la gestión pública allí donde los sistemas partidarios tradicionales han colapsado? ¿Hasta qué punto es viable que la competencia electoral y la gestión de gobierno sean estructuradas por individuos sin mayores instancias de mediación? En definitiva, ¿cuáles serán las derivas de la representación política y de la democracia en este tipo de escenarios?

* Politólogos de la Universidad de Buenos Aires.

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