EL PAíS › OPINION

El documento de la CTA

Por Ariel H. Colombo*

El Plan Fénix y las propuestas de EDI, ARI y la CTA han sistematizado ideas que desde hace muchos años sus autores y un sector de la ciudadanía vienen pregonando, y su complejidad, supuestos e implicancias merecen toda la atención. Cualquiera de ellas permitiría salir de esta Argentina despiadada. Demuestran claramente que siempre hubo alternativas, y que el posibilismo fue el disfraz de la derecha neoliberal y el desemboque necesario de la erudita banalidad de un progresismo atontado por los “milagros” de mercado. El documento editado hace unos días por el Instituto de Estudios y formación de la CTA y Página/12, “Shock distributivo, autonomía nacional y democratización”, es una gran proyecto.
Se afirma allí que la concentración y transnacionalización del poder económico habrían terminado por subordinar absolutamente al poder político, impidiendo cualquier estrategia autónoma. De modo que toda posibilidad de desarrollo nacional supondrá construir esta autonomía en base a otros actores que dando sustentación social a un nuevo sistema político, permitan procesar los conflictos emergentes de la necesaria regulación y reorientación de esos capitales. Sostiene también que el reemplazo de una “burguesía nacional ausente” exige la constitución de un sector público y de un área de economía social que deben proveer de bienes y empleos a los sectores populares, y sustituir a los grupos locales y extranjeros en actividades estratégicas que por diversas razones nunca asumirán. En consecuencia, una fuerza alternativa debe “aprovechar la Crisis de Hegemonía que exhibe el bloque dominante y la oportunidad que esto supone para el movimiento popular”, descreer de la competencia electoral como terreno excluyente de su construcción, asumir que habrá conflictos a raíz de un nuevo esquema de intervención estatal, e inscribirse en la institucionalidad vigente pero como movimiento capaz de refundarla, reconociendo representaciones que en los últimos años mostraron independencia del poder tradicional y adoptando mecanismos para si la sociedad decide vivir de otra manera, invertir –ante el colapso del sistema– las prácticas políticas convencionales “plebiscitando con la sociedad la organización presente del futuro a construir”.
En cierto sentido todo es irrefutable. Pero en otro, no. Es el poder político el que ha sometido absolutamente a la sociedad mediante el cartel radical-peronista, que genera la demanda del único producto que tiene para ofrecer: protección contra algo que pretenden hacer creer que siempre puede ser peor, mientras negocian concesivamente su autoperpetuación con el poder económico. La defensa por cualquier medio, legal o ilegal, de las posiciones adquiridas contra la potencial autonomía de bases sociales que puedan desestabilizarlos llevó a sus dirigentes a respaldarse en grupos económicos que aprovechan para obtener más. Este chantaje es el que indirectamente ha otorgado a la cúpula empresaria más influencia de la que realmente tiene. No hay una crisis hegemónica, porque de haber habido hegemonía, que supone un intercambio intertemporal de bienestar futuro por consenso actual, los sectores subalternos estarían desafectados políticamente pero integrados a la economía y a la sociedad. Es otra modalidad de la dominación la que se ha desarticulado, y que es la de señoreaje, un intercambio por el que las víctimas aceptaron protección contra las sucesivas híper (represiva primero e inflacionaria después) por consentimiento pasivo y clientelar, y las oportunidades que ofrece son algo distintas. El terreno partidario-electoral adquiere centralidad porque es en él donde los sectores populares pueden compensar la extrema debilidad económica y fragmentación social en las que se hallan. Si esto es así, es más fácil de lo que supone la CTA: ya no es creíble la amenaza de una vuelta al pasado porque no hay un pasado que pueda ser más oneroso que la actual situación. Y es más difícil, porque la confianza de la ciudadanía en un país en el que la principal táctica política ha sido lade crear desconfianza en el futuro no se recupera sin promesas fundadas en la ejemplaridad de las prácticas asociativas y partidarias presentes.
Por otra parte, la ausencia de una burguesía nacional no obliga a sustituirla, porque las modalidades de acumulación y distribución alentadas por la CTA no son las que, de existir esa burguesía, hubiese encarado como propias. Esto hace las cosas más fáciles porque frente al antagonismo que implica el reemplazo de la maximización de los beneficios por la del “valor agregado disponible”, los grupos empresarios concentrados no tendrán la colaboración de una burguesía nacional que seguramente hubiese estado de su lado. Y más difíciles porque un modelo económico con criterios distintos al de rentabilidad requiere de un Estado cualitativamente diferente al actual, empezando por su restauración como Estado de derecho. O sea, un Estado que ya no dependa de una elite política de burgueses ilustrados que desde arriba recomponen la igualdad ante la ley, la independencia del Poder Judicial, la transparencia y publicidad de los actos de gobierno, etc., sino que surgirá de la radicalización de la democracia, de un involucramiento más directo y activo de los ciudadanos en la toma de decisiones, algo que ha de prefigurarse anticipadamente en la forma de construir la fuerza aludida.
Nada de esto es ajeno a la percepción de la CTA, pero conviene no perder de vista el eje principal de las dificultades.
* Politólogo, investigador del Conicet.

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