EL PAíS › OPINION

Helicóptero

 Por Horacio Verbitsky

Ni quebracho ni algarrobo: madera balsa o cartón pintado. Minga de vuelo alto como las águilas: helicóptero como Fernando de la Rúa y jarabe de pico como Raúl Alfonsín y Chacho Alvarez, que hoy deben ser los únicos argentinos aliviados. La renuncia de Carlos Menem a la segunda vuelta electoral es el indigno final de todos los mitos que durante diez años quisieron hacerse pasar por verdades reveladas. Lorenzo Miguel se murió sin verlo, pero a nadie le hubiera sorprendido menos. “Era insoportable. En el buque se pasaba el día llorando, era un maricón”, dijo sobre su compañero de detención. Su abandono es un reconocimiento explícito de lo que ya se sabía: ni siquiera era seguro que pudiera retener los votos que había conseguido en la primera vuelta.
En la dimensión personal, nada podría ser más claro: a diferencia de Perón, a Menem no le da el cuero. En el plano político su último acto es tan dañino como lo fueron sus diez años en el gobierno. Cuando tuvo el poder prostituyó al peronismo, remató a precio vil el capital social acumulado por generaciones de argentinos en las empresas públicas, empobreció al pueblo y todo lo disimuló mediante un endeudamiento irracional que hoy pesa como rueda de molino al cuello de la sociedad. Ahora procura también deslegitimar al próximo gobierno y provocar el caos. Parece un objetivo demasiado ambicioso para un político acabado. La sociedad argentina ha demostrado una madurez que le ayudará a superar también esta última trampa que El-Hombre-de-Anillaco-radicado-en-el-nortedel-Gran-Buenos-Aires le tendió en su fuga.
Menem aparte, este episodio realza la urgencia de un rediseño institucional. Las razones de Menem son inoficiosas para explicar su deserción pero señalan deficiencias institucionales obvias. Hay quienes las descubrieron antes de la primera vuelta. La Alianza prometió una reforma política que no realizó y el gobierno interino promulgó una ley que no aplicó. La herida institucional abierta en diciembre de 2001 aún no ha sido suturada. La reforma pendiente deberá incluir el Código Nacional Electoral, tan mal concebido que consagrará a un presidente con el 22 por ciento de los votos y sin haber pasado antes por el filtro de una elección partidaria. Ningún sofisma acerca de la legitimidad que se conquista en el ejercicio del poder puede ocultar que el designio constitucional de contar con un Poder Ejecutivo de amplia sustentación ha sido burlado. Si la diferencia entre el segundo y el tercero hubiera sido tan estrecha como se preveía, un escándalo peor hubiera estallado la misma noche de los comicios, dado el sistema de escrutinio que combina manualidades decimonónicas con artes computacionales aligeradas de todo control.
Pero también es imprescindible que la ley de los partidos políticos asegure que los legisladores nacionales, provinciales y municipales no sean elegidos a dedo por los caudillos locales, que las listas sean abiertas a postulaciones ciudadanas, de modo que los electos deban responder a sus votantes y no a los aparatos partidarios. El financiamiento y la duración de las campañas no debe poner a los candidatos a merced del poder económico.
Por encima de todo es imprescindible una justicia electoral provista de los recursos y la autoridad para sancionar cualquier transgresión, porque sin ello las mejores leyes son papel pintado. En este caso, el Ministerio del Interior se permitió esperar hasta el día previo a los comicios para entregar el programa informático que se usaría en los cómputos. Y para ello fue necesaria una intimación tajante de la Cámara Nacional Electoral. Nadie controló cómo se eligió a la empresa que sumaría los votos. Los 36 millones de pesos que según la información oficial se le pagaron tampoco tienen explicación razonable. Cuando terminemos de burlarnos de Menem y su patética despedida, de la contradicción flagrante entre el discursito que le escribieron y sus exabruptos fuera de libreto, estas cuestiones seguirán esperando una respuesta que dificulte la reiteración desemejantes bufonadas y acabe de una vez con la cansadora excepcionalidad argentina.

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