EL PAíS › PANORAMA POLITICO

Principios

 Por J. M. Pasquini Durán

Los jefes colombianos del narcotráfico, encabezados en su momento por Pablo Escobar, libraron una batalla sin cuartel contra las autoridades civiles para oponerse a la extradición a Estados Unidos que los reclamaba para juzgarlos. Intentaron sobornar, extorsionar, propusieron acuerdos políticos, usaron el terrorismo ciego y el asesinato de magistrados y tuvieron en vilo a ese país, y aunque varias veces hicieron trastabillar a los gobernantes, al final perdieron. Los abogados y legisladores que operaban para esas mafias acumularon toda clase de argumentos, uno de ellos el de la presunta soberanía jurídica nacional y hasta reivindicaron el antiimperialismo. Esa biblioteca fue engrosada luego por los que defendieron al dictador Pinochet para sacarlo de las manos judiciales británicas que lo habían detenido en Londres para juzgarlo por los crímenes cometidos durante la dictadura que encabezó por 17 años. Los jueces contaron con el consentimiento legislativo de la Cámara de los Lores, uno de los cuerpos más conservadores de la Corona. Aun con la indigna complicidad del gobierno de la Concertación y el respaldo de las Fuerzas Armadas, sólo pudieron rescatarlo fraguando certificados médicos que exageraban sus problemas de salud.
Quienes hayan seguido esas dos experiencias o los que hoy revisen los correspondientes archivos no encontrarán nada nuevo ni original en los argumentos de los que aquí y ahora se oponen a la extradición pedida por el juez español Baltasar Garzón para un total de casi cincuenta imputados por delitos de lesa humanidad, aunque varios de ellos ya están procesados o detenidos en el país por el secuestro y la adulteración de identidad de bebés nacidos en campos de detención. Otra vez aparece un puñado de falsos nacionalistas que hacen gárgaras de soberanía, convencidos de que aquí contarán siempre con influencias y complicidades como las que tuvieron su momento para conseguir la sanción de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final en la administración de Raúl Alfonsín, el indulto presidencial de Carlos Menem y el decreto que prohibía la extradición firmado por Fernando de la Rúa en el abortado gobierno de la Alianza. Todos deshonraron a la Argentina, convirtiendo su territorio en un aguantadero inexpugnable para la Justicia internacional.
Este último decreto acaba de ser derogado por decisión del presidente Néstor K., cuyo compromiso con la restitución de la verdad y la justicia ha ido más lejos que los de sus antecesores en los veinte años de democracia. Revela integridad entre las palabras y los actos y confirma la voluntad política de restablecer los legítimos valores de la democracia, puesto que uno de los más esenciales es el principio de la igualdad de los ciudadanos, encumbrados o llanos, ante la ley. Las excepciones concedidas por las anteriores administraciones son las que vulneraron ese principio y contribuyeron a vaciar de sentido al régimen democrático. Si la Corte Suprema hubiera cumplido con sus deberes en lugar de actuar por voluntad ajena, tendría que haber derogado las leyes de impunidad. Lo mismo podría haber hecho el Congreso con una ley que anule esas anteriores, si la conducta de sus mayorías hubiera resguardado la dignidad de la institución.
Hay quienes sienten algún temor, aun condenando los crímenes del terrorismo de Estado, por las consecuencias que podrían derivarse de una supuesta avalancha de juicios o por “escarbar el pasado”. No faltan los que prefieren el olvido y la resignación, porque ya es hora de “mirar hacia adelante” y los maliciosos que invocan presuntas conjurasideológicas detrás de esta búsqueda de justicia. No son opiniones mayoritarias en la sociedad, según las encuestas sobre la materia, pero aun si lo fueran estarían confundidas: sin castigo debido, los crímenes nunca quedarán en el pasado, serán siempre presente, no importa el tiempo o las generaciones que transcurran. Con la lógica del olvido, habría que excusar también a los que atentaron contra las sedes de la AMIA y de la embajada de Israel en Buenos Aires. ¿Por qué estos merecen castigo y aquellos la impunidad, como si el terrorismo no tuviera más de una cara?
¿Que Argentina no es el único país con criminales sueltos? Es cierto, tanto como que hay países que, a más de medio siglo de finalizada la II Guerra Mundial, cada vez que tienen oportunidad detienen y juzgan a criminales nazis. Por lo demás, la mundialización no se expandió sólo para los negocios y la civilización trata de reparar las brechas por donde se han filtrado tantos sátrapas y busca establecer un sistema internacional de justicia que impida los refugios fáciles a los delincuentes de toda laya. Hasta Estados Unidos, que no rubricó aún la integración del Tribunal Penal Internacional, está pidiendo normas de inmunidad para sus tropas, porque sabe que más tarde o más temprano tendrá que rendir cuentas por las brutalidades contra la población civil. En su reciente entrevista, Bush Jr. escuchó a Kirchner que ratificaba su compromiso contra el terrorismo en todas sus formas.
Para empezar por el principio, habría que decir que el cordial encuentro –“social, discursivo”, calificó el canciller Rafael Bielsa– en el Salón Oval de la Casa Blanca no modificó la naturaleza de sus protagonistas. El dueño de casa, George B. Jr., es el jefe temporal de la mayor potencia imperialista del mundo y cabeza visible de un plan de conquista y neocolonización de regiones completas del planeta, así tenga que emplear su fuerza militar. El convidado, Néstor K. de Argentina, preside un país periférico, injusto y empobrecido como nunca antes, que está intentando la ardua empresa de modificar el rumbo de los asuntos públicos después de un cuarto de siglo de dominación conservadora. Dadas esas características, la relación entre ambas representaciones no puede ser sino desigual, pero eso no significa la subordinación incondicional como una consecuencia inevitable. Reconocer la desigualdad implica hacerse cargo de un cierto nivel de contradicciones y disenso en el contexto de la relativa autonomía que hoy pueden ejercer los Estados nacionales. En estos asuntos no hay “químicas” sentimentales sino los intereses que cada uno defiende en beneficio de los propios.
Al norteamericano le interesan el apoyo a su cruzada antiterrorista, la firma del acuerdo de libre comercio para expandir sus mercados y la mejor solución posible para los réditos de sus bancos, fondos de inversión y corporaciones. Para subrayar esa agenda se hizo acompañar por la asesora de seguridad nacional y los secretarios de Comercio y de Economía. Kirchner le ofreció respaldo a la cruzada, aunque con los límites que impongan las resoluciones de las Naciones Unidas, y en las otras dos áreas dejó en claro su pertenencia al Mercosur y la necesidad de atender con prioridad las urgencias sociales de la pobreza nacional. Sobre el ALCA, sin duda, hay mucho para conversar a la vista, por ejemplo, de la situación mexicana, “socio” de Estados Unidos que este año perdió, en promedio, dos mil quinientos empleos por día y ya tiene el 13 por ciento de la mano de obra desocupada. En cuanto a la negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI), que comienza la semana próxima, será una de las pruebas más duras para el Gobierno porque en ella medirá su capacidad para conservar las prioridades nacionales sin aislarse ni ahorcarse por mano propia con acuerdos imposibles de cumplir. La resistencia tiene severos riesgos, pero la “buena conducta” paga costos insoportables. Para muestra, ahí está el bueno de Lula, un izquierdista que le cae bien a Bush Jr., con dificultades de todo orden: en el primer semestre de este año, 443 mil brasileños perdieron sus empleos y en el mismo período los salarios industriales cayeron 5,7 por ciento y las ventas el 7,5 por ciento. Ni la reforma tributaria, indispensable para una cierta redistribución equitativa de los ingresos, logró pasar aún el veto de los gobernadores en el Congreso.
Mientras todo esto ocurre, en varios distritos principales siguen las campañas electorales y la verdad es que la mayoría de los discursos parecen envasados al vacío y adobados con cuotas de tanta mezquindad que podrían pronunciarse en cualquier lugar y en cualquier tiempo, tan desligados están de la realidad concreta. Hasta algunas figuras que se proponen para sustituir a la vieja política parecen actuar más por reacción a lo que hace el Gobierno, sin ofrecer alternativas propias para el temario nacional ni para las relaciones internacionales. Hay momentos en que algunas opiniones progresistas se asemejan demasiado a ciertas visiones dogmáticas que, a la espera de la Revolución, les da lo mismo Menem, De la Rúa, Duhalde o Kirchner. Es como si les faltara la apertura mental y el coraje intelectual para encontrar los puntos mínimos de coincidencia en un frente nacional contra la pobreza y la decadencia. Los intelectuales y las universidades que no presentan candidaturas deberían alzar la voz para iluminar mejor el camino hacia el futuro y para respaldar, sin cálculos facciosos, aquello que mejore y amplíe la democracia hasta que sus bondades y principios lleguen a todos, sin excepción.

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