EL PAíS › PANORAMA POLITICO

Inseguridades

 Por J. M. Pasquini Durán

La inseguridad de mayor repercusión mediática, sin duda, está relacionada con la actividad delictiva, sobre todo con los secuestros extorsivos. Cuando las crónicas refieren esos hechos, de segura repercusión emotiva en las audiencias, por lo general dan la impresión de que se trata de una plaga que cubre el territorio nacional pero, en realidad, los datos estadísticos que se disponen, aunque incompletos, indican con claridad que la zona principal de operaciones está circunscripta al área metropolitana, es decir los partidos del Gran Buenos Aires y la Capital (AMBA). Otro lugar común es el que identifica el origen de los malandrines con la pobreza, aunque también esta imagen está fabricada, muchas veces con malicia clasista, sin tomar en cuenta otras realidades que desmienten esas simplificaciones.
El matutino La Nación, frecuente vocero de esos lugares comunes, publicó el jueves pasado una interesante estadística porque ayuda a develar esa relación entre pobreza y delincuencia, aunque el artículo en cuestión no ahonda en el análisis de los datos que informa en espacio destacado. Deja constancia que en el año 2002 hubo 165 secuestros denunciados en el AMBA y que en el primer semestre de este año ya suman unos 215, aunque la cifra total es desconocida porque en algunos casos, cuántos no se sabe, en particular los llamados “express”, no hay registros ni expedientes de referencia. Apunta, además, que las “villas de emergencia” son el territorio favorito de los secuestradores para liberar a sus víctimas, cobrar los rescates o perderse sin dejar rastros, todo lo cual sugiere que esas barriadas son sedes para el delito.
No se trata de afirmar aquí que la marginación social, la pérdida masiva de empleo y la ausencia de horizontes ciertos de progreso, con efectos devastadores entre los más jóvenes, sean incapaces de proveer de mano de obra, incluso sicarios, a la delincuencia organizada o a las tentaciones repentinas. Por lo general, esos jóvenes de ambos sexos primero buscaron consuelo o ficticia alegría en el alcohol y la droga, adicciones que luego demandan dinero para sostenerlas. La nota citada de La Nación reconoce que buena parte del dinero recaudado con los secuestros terminan en manos de los proveedores de drogas ilegales. Habría que decir, por lo tanto, que detrás del auge de los secuestros alienta la comercialización y el consumo de esas drogas, un problema que poco se menciona en las crónicas más o menos sensacionalistas o, en todo caso, se la nombra menos que la pobreza como causa raigal de la inseguridad que agobia a la sociedad.
Cuando se habla de narcotráfico es inevitable relacionar a esas redes con miembros de las fuerzas de seguridad, ya que de los negocios ilegales, junto con las coimas en los negocios “legales”, es de lejos el mayor proveedor de fondos para la corrupción. Si las actuales investigaciones sobre enriquecimiento ilícito de comisarios bonaerenses y federales pueden llegar hasta el fondo, es probable que encuentren al narcotráfico en algún punto de la acumulación de esas fortunas rápidas. Ya nadie se sorprende si aparece algún policía entre los miembros de las bandas operativas que secuestran ni en los sistemas de protección a los bellacos. Esas confluencias reconocen diversos motivos, entre ellos no es menor la práctica realizada al amparo del terrorismo de Estado que generalizó a la secta de la mano en la lata convirtiendo la captura de “botín de guerra” mediante la forzada expropiación de los bienes de las víctimas, desde alianzas matrimoniales de oro hasta vehículos, casas, campos y empresas. La disolución de conceptos como honor y honestidad acaban de mostrar otro botón: las irregularidades cometidas por los pilotos del avión presidencial, Tango 01. Una última acotación: durante los años de plomo, el narcotráfico dejó de usar al país sólo como corredor hacia otros destinos para arraigar y expandir el “mercado” nacional.
“Resulta más fácil decir pavadas e inventar que verificar lo que pasa”, afirmó en este diario, comentando la ola de secuestros, el flamante juez supremo Eugenio Raúl Zaffaroni. Ahí mismo recordó su propuesta para la formación de un consejo nacional de política criminal “por fuera de las corporaciones”, una buena idea para hacerse cargo de las nociones de seguridad, un entramado más que complejo. Esta misma síntesis como cualquier otra, por esa misma condición, tiende a simplificar lo complicado. De todos modos, en esta ocasión el objetivo era salir al cruce de los argumentos que tienden, así sea por prejuicios, a criminalizar la pobreza bajo una capa tan fina como artificiosa de una supuesta sociología del delito. Similar intento aparece también entre los que perciben al movimiento piquetero como un todo compacto y juzgan la conducta de la totalidad por el comportamiento de fracciones, a veces mínimas, que sólo tienen en común con las demás agrupaciones las bases de familias que padecen la falta de trabajo y buscan con desesperación alguna vía de salida.
Desde ciertas corporaciones empresarias se echan a rodar versiones que acusan al presidente Néstor Kirchner de prestar más atención a los piqueteros que a los capitanes de la industria. Dado que el Presidente tiene los recursos necesarios para exponer sus razones, no hace falta que terceras voces se hagan oír por ninguna de esas partes. Lo que no se puede ignorar es que esa campaña, más las imprudencias de algunos grupos de protesta, están volando los puentes que vinculan a los más desposeídos con las clases medias urbanas, cuyo peso específico en la formación del imaginario colectivo está probado de sobra. Aunque sin negar la legitimidad de las demandas de los piqueteros, crecientes sectores medios comentan con fastidio los inconvenientes que se derivan de los frecuentes cortes de calles, puentes y rutas, al mismo tiempo que casi todos demandan o reciben subsidios diversos del Tesoro público. Si estas percepciones diferentes provocan fracturas sociales en lugar de tender puentes de recíproca solidaridad, emanarán presiones antagónicas hacia la Casa Rosada que pondrán en serias dificultades el empeño presidencial de mantener la paz social sin apelar a la represión directa.
Por cierto, según datos extraoficiales, sólo el 35 por ciento de los indigentes y el 20 por ciento de los pobres reciben el Plan para Jefas y Jefes de Hogar sin empleos. Con los otros planes asistenciales tampoco se cubre a la totalidad de los más pobres y, lo que es peor, subsiste la disparidad injusta en la distribución de las riquezas nacionales. De acuerdo con un reciente estudio de la CTA, persiste “un cuadro de extrema concentración de la estructura de ingresos de los hogares argentinos. Al respecto cabe señalar que el 20 por ciento de los hogares de mayores ingresos reciben hoy el 52,6 por ciento del total de ingresos, mientras que el 60 por ciento de menores recursos percibe el 26 por ciento de los ingresos” (IDEP, 2003). Según la misma fuente, el consumo mensual promedio por hogar aumentó este año en 3,4 por ciento respecto de 2002, “pero todavía está 16 y 24 por ciento debajo de los registros de 2001 y 1998, respectivamente”. Y concluye el estudio: “Esta escasa recomposición en la situación de ingresos de los hogares es la que explica el mantenimiento de la tasa de pobreza en más del 50 por ciento de la población, la indigencia en más del 25 por ciento y una tasa de desocupación (descontando los planes de Jefas y Jefes) de más del 20 por ciento de la fuerza de trabajo. Al tiempo que los salarios son hoy, en promedio, cerca de un 18 por ciento inferior a los de 2001 (cuando para ese año ya eran 40 por ciento inferiores a los de 1974)”.
El delito crea inseguridad, quizá más visible por la atención de los medios de difusión, pero este cuadro económico-social genera otro tipo de inseguridades, tan corrosivas como aquélla. Si la democracia, a veinte años de su refundación a fines de 1983, es incapaz de garantizar el bienestar de las mayorías, es lógico que aparezcan en algún momento ideas que se pregunten cuál es su sentido final. Aunque no sea rápida, la reparación de las injusticias más insoportables tiene que aparecer a la vista de todos, al menos como una tendencia nítida en las políticas públicas. Por el momento, las lecturas del presupuesto oficial para el año próximo no aportan evidencias que hagan suponer que las buenas intenciones –planes sociales de ingresos, creación de empleos, obras públicas, etc.– encuentren correspondencia con la distribución de los recursos públicos. El Gobierno tendrá que encontrar las maneras de contrarrestar las distintas inseguridades, antes que esas sensaciones comiencen a desgastar las expectativas esperanzadas que hasta aquí acompañaron a la gestión presidencial.

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