EL PAíS › PATRICIA REDONDO, DOCENTE ESPECIALISTA EN ESCUELA Y POBREZA

“Para el pobre, la escuela es una oportunidad histórica”

Coordina trabajos de estudio y escribe sobre la realidad de la educación en un mar de miseria social. En este diálogo, explica las consecuencias de la reforma de la educación, el cambio de rol de la escuela, el manejo clientelar y las carencias del asistencialismo. Y defiende la educación pública como un valor para los más pobres.

Por Washington Uranga y Natalia Aruguete

–¿Cómo definir la situación de la escuela frente al contexto de pobreza actual?
–La situación de la escuela ha variado sustancialmente. Los cambios que atraviesan a la escuela argentina hay que mirarlos desde una mirada más larga. Parte de lo que sucede hoy tiene que ver con un presente cargado de desigualdad y de falta de posibilidades, pero al mismo tiempo hay que tomar en cuenta que en la historia argentina la escuela representó una bisagra muy importante para la movilidad social y para el desarrollo de la sociedad. Si se la mira sólo leyendo las noticias del día, la escuela tendría muy poco por hacer. En una temporalidad más larga, el lugar de la escuela se puede complejizar: reconocer qué desplazamientos se han producido, qué movimiento sería necesario generar y qué habría que conservar de la escuela como tal.
–¿Qué importancia tiene preguntarse qué hay que “conservar” de la escuela?
–A partir de la reforma educativa, se ponderó todo lo nuevo. Las palabras que organizaron el discurso de la reforma educativa estaban marcadas por “la innovación educativa”. La consecuencia de ese discurso fue desconocer, en términos históricos, lo que produjo la escuela argentina en términos culturales y sociales. Y al mismo tiempo se devaluaron todos aquellos saberes que portaban los maestros. Esa devaluación tiene un costo altísimo en el cómo enseñar. Esto no significa cerrarse a complejizar la producción y distribución de saberes. Los maestros fueron sometidos a situaciones inciertas. No hubo ningún proceso donde se pusiera en la balanza qué había que conservar del oficio de enseñar y qué era necesario transformar.
–¿En qué espacios y circunstancias, la escuela fue más vulnerable a estos cambios?
–En estas últimas décadas, la escuela fue una esponja de absorción indiscriminada de las problemáticas en las que está inmersa. Una escuela en un barrio popular es una caja de resonancia cotidiana de las problemáticas de esa comunidad. A eso se suman las problemáticas de los maestros. La escuela es un acróbata sin red. Dejó de estar protegida como institución encargada de la transmisión cultural, al tiempo que fue sobrecargada de una problemática que la desbordó por todos sus poros. Si se recorren las escuelas de la provincia de Buenos Aires, Ciudad de Buenos Aires, Gran Rosario, Gran Córdoba, La Quiaca, la Quebrada de Humahuaca, el Alto de Bariloche, el Impenetrable en el Chaco, se puede tomar dimensión del pasaje que significa la escuela. Allí se descarga la situación traumática, no sólo en términos de tareas asistenciales que no son tampoco el problema central.
–¿Por qué dejó de ser un tema central? ¿Lo fue alguna vez?
–La escuela ya ni siquiera asiste. Dispone de tan poco que reparte migajas. Creo que la dicotomía entre la asistencia y la educación es una falsa dicotomía. Hay servicio alimentario y comedores sobredimensionados. Cuando uno constata qué se come, cómo se come, quién y cómo se reparte la comida, lejos está uno de pensar que el servicio alimentario resuelve el tema de la alimentación, tanto en términos de ingesta como culturales. La escuela quedó atravesada por las realidades en las que trabaja. Y quedó a cargo de encontrar soluciones contando con muy pocas políticas.
–¿Por qué razones la escuela dejó de ser cuidada?
–La inversión no debe ser por programas, sino constante. En el momento de la reforma, hubo un gasto muy significativo. Pero la cuestión es invertir a mediano plazo, que la resolución de problemas no pase por presentar proyectos con determinado financiamiento, sino políticas estatales activas que puedan sostener la garantía de la educación para la población en su conjunto. Por otro lado, el mantenimiento burocrático del sistema, las formas de financiamiento de la educación: la escuela no tiene presupuesto para su mantenimiento. Hay que estar en permanente negociación con las autoridades educativas de turno. Además, el espacio de la escuela ha sido territorio de muchas otras políticas.
–¿Qué tipo de políticas?
–Políticas clientelares. Las formas de funcionamiento de esas políticas impactan en los modos de enseñar y aprender. Y se realizan sin ninguna... impunidad. Cuando un gobernador manda 400 pares de zapatillas con su firma a escuelas de zonas carenciadas donde hay 1200 alumnos... uno podría decir: “Llega calzado a las escuelas donde los chicos dejan de ir a aprender por no tener calzado”. Pero el hecho de que el calzado llegue firmado por el gobernador es una escena de tutelaje. Porque en esa firma, el chico está mostrando su condición de pobreza. A su vez, estas escuelas, donde nunca llegan las cosas para todos, deben decidir qué alumno es más pobre entre los pobres para repartir lo poco que hay. Nada de esto es neutro en términos institucionales. Estas acciones de gobiernos constituyen subjetividades y sobrecargan a la escuela de una tarea que no sólo no le corresponde sino que la relaciona con mecanismos de mayor diferenciación social.
–¿Puede pensarse a la escuela cediendo su espacio para que entren mecanismos que no son escolares?
–No sé si es una cesión. Es el territorio escolar ocupado. La escuela no tiene mucho margen para decir “no”, porque la realidad es que la escuela tiene a los chicos sin zapatos.
–¿De qué forma constituye subjetividad?
–En los chicos a través de estas experiencias. El modo en que se reparte ya no pone a los chicos en un lugar de igualdad. Deja de ser el principio de igualdad el que organiza estas políticas. Es una práctica que rompe con el imaginario de una escuela para todos. Este escenario es más evidente a partir del 19 y 20 de diciembre de 2001, pero es anterior y es una situación progresiva. La escuela está sobrecargada por la propia cotidianidad. El agravamiento de las condiciones de vida de los chicos y sus familias resuenan en forma inédita todos los días en la escuela.
–¿La escuela es la única institución donde resuena esta cotidianidad?
–Sí, porque es casi la única institución que está en estos barrios. Uno puede tomarse el último colectivo “trucho” en el conurbano bonaerense y caminar y encontrará una escuela. Se puede recorrer los barrios del Alto de Bariloche y, en los lugares más difíciles, hay escuelas. En los parajes más alejados del Impenetrable, hay escuelas. Uno encuentra escuelas en todos lados. Esto las hace instituciones muy demandadas, pero al mismo tiempo, las convierte en un contrapunto de la pauperización actual. Lo que aún opera del desarrollo de la escuela pública argentina es una potencialidad que en términos de prospectiva educativa no es desdeñable.
–¿Cuál es la potencialidad?
–Que las familias en situaciones de extrema pobreza intenten mandar a sus hijos a la escuela. Es una oportunidad histórica. No sé si tenemos conciencia de esto. En una villa del conurbano, encontré a una bisabuela ex obrera de Pirelli. Ella se fue a vivir a la villa para hacerse cargo de sus bisnietos, que habían sido abandonados, y mandarlos a la escuela. Un día me dijo: “Yo espero que la muerte no me alcance antes que mis bisnietos terminen la escuela”. Ella era analfabeta, pero su frase me hizo pensar mucho tiempo: todavía en nuestro país, con la actual situación de pobreza y donde los datos no mejoran, los grupos familiares intentan sostener la escolaridad de sus hijos, que es muy cara para los sectores populares. A muchas madres les da vergüenza mandar a sus hijos sin útiles. Asegurar que los chicos vayan a la escuela todos los días requiere de una estrategia del grupo familiar. A diferencia de lo que piensan algunos educadores –que las familias no se ocupan de sus hijos–, creo que por el contrario, buscan modos de sostener la escolaridad de sus hijos.
–¿Por qué cree que los maestros tienen la idea de que las familias “depositan” a sus hijos en la escuela?
–Esa concepción tiene distintas vertientes. Esto no se puede plantear en términos absolutos. Tiene que ver con las concepciones de la pobreza que tienen los docentes y el conjunto de la sociedad. Ser vago o alcohólico está asociado de modo equivalente a ser pobre. Es una concepción de que hay una pobreza decente y una no decente, una virtuosa y una que no lo es. Estas concepciones organizan la mirada sobre los sujetos que están en condiciones de pobreza. Al mismo tiempo, se sobrecarga a la escuela de actividades que tendrían que ser resueltas por otras instituciones. El maestro está encargado de una multiplicidad de funciones no vinculadas a la enseñanza. Ese exceso de tareas se da en forma paralela a la propia pauperización de los maestros. Aquello que era una realidad de las familias con las que trabajaba la escuela, hoy pasa a ser una realidad de las familias docentes.
–¿Qué pasa con los alumnos de las escuelas de zonas pobres?
–A diferencia de la construcción mediática –nada neutral, por supuesto– que los presenta como violentos y drogadictos, y naturaliza la relación entre pobreza y peligrosidad social, en mis itinerarios encontré diferentes modos en que niños y adolescentes entrelazan sus estrategias de supervivencia con la escuela. Los docentes de las zonas más duras del conurbano bonaerense cuentan que los chicos no se quieren ir de la escuela. Esto es diferente a lo que pasaba con nuestras generaciones, que deseábamos terminar la escuela, salir. La pregunta es: ¿qué es lo que los espera fuera de la escuela? La mayoría no puede completar el polimodal o la escuela media por falta de recursos. La ausencia de trabajo y la falta de un horizonte que los incluya es determinante para los niños, adolescentes y jóvenes de nuestro país. Los retazos de infancia que tuve posibilidad de reconstruir se alejan mucho de las visiones que nos venden sobre la violencia escolar. Es obvio que sobrevivir hoy es muy duro, pero las estrategias que arman los chicos son diferentes de acuerdo al lugar que la escuela puede llegar a ocupar. Y esto es una oportunidad para los educadores que debemos comprender y aprovechar.
–¿Qué ha cambiado en los maestros?
–No se puede eludir la reforma educativa, ni los tiempos y el modo en que se aplicó. Hubo un cambio estructural donde los maestros tuvieron que acomodarse compulsivamente a las reglas que imponía el cambio y a un panorama de inestabilidad laboral. La reconversión partió en muchos casos del desconocimiento de los saberes de los docentes. No tengo dudas de que es necesario abrir instancias de capacitación. Pero una cosa es pensar la formación, recompartiendo el reconocimiento de los saberes, y otra muy distinta es plantear la reconversión como una instancia donde lo único que hay es el cambio curricular. Más aún, no sólo se desconocen las posibilidades institucionales, sino que el maestro queda atrapado en el lugar de la culpa por la imposibilidad de llevar a cabo el trabajo producto de esas dificultades que han sido desconocidas.
–Desde su cotidianidad, ¿qué movimientos percibió en la composición de la comunidad docente?
–Yo empecé como maestra rural en 1975. Llegué a una casa habitación, que supuestamente era un jardín de infantes recién creado, donde no había nada, sólo teníamos una población japonesa que no hablaba castellano. El primer día me encontré con otra maestra, los chicos y sus padres. No sabíamos qué hacer, porque la habitación estaba vacía. No teníamos lo mínimo para empezar la tarea. La tarea docente no está dada, se debe construir desde lo educativo y desde lo afectivo. Esto tiene en cada uno de nosotros muchas páginas no escritas. Acá pasó la dictadura y nosotrostuvimos muchos docentes desaparecidos. Marina Vilte, una desaparecida de la Quebrada de Humahuaca, sigue siendo muy recordada en las coplas, no sólo en el ámbito educativo. Uno se pregunta: “¿Qué es esto de ser maestro y de las historias de maestros no escritas?”.
–¿Qué hay escrito en usted de sus propios itinerarios?
–Cuando era supervisora en zonas rurales, para llegar viajaba cuatro horas. Muchos han viajado mucho más. En el camino, los micros de media distancia se cargaban de maestros. Todos estábamos dormidos, había maestras que se terminaban de pintar en el viaje, otros planificaban sus clases, otros se pasaban libros o recetas, o se hablaba de las familias. Era un pasaje entre lo doméstico, que uno dejaba no siempre bien resuelto, y lo público. En ese viaje, uno se armaba como maestro, pasaba a enunciar un discurso vinculado a lo público, a los rituales de la escuela, un pasaje entre un territorio y otro. Creo que la escuela tiene que ser un territorio diferente.
–¿Diferente al espacio doméstico?
–Al doméstico y al espacio del barrio. Recuerdo una inundación en el año ‘95. Yo estaba como inspectora y traté de llegar a una escuela que tenía evacuados. Cuando llegué, la escuela no tenía cerco ni estaba dividida la escuela primaria del jardín. La ropa tendida y las familias estaban en el patio. Una escena muy gris. Los chicos estaban todos rapados. Cuando vi esa situación, la sensación fue que estar dentro y fuera de la escuela era exactamente lo mismo. La escuela estaba ocupada por la exclusión. No era un territorio donde se producía cierta diferencia. Los chicos rapados eran chicos sin vivienda, con hambre, como si formaran parte de una continuidad. Uno de los problemas actuales es que no hay diferencia entre el adentro y el afuera, en términos de los territorios en los que la escuela está enclavada. Si un chico transita en la escuela y no pasa nada, es un espacio que podría ocupar cualquier institución, pero no es una escuela. La cuestión es lo que se reparte en términos de conocimiento, de experiencia social, política. ¿Qué distribuye y reparte la escuela?
–¿Qué efectos tiene el hecho de que los docentes formen parte de la comunidad a la que pertenece la escuela?
–El viaje de los docentes sigue existiendo. Pero la situación de pobreza también alcanzó a los maestros. Y esto se puede analizar en términos exclusivamente vinculados al salario o en términos simbólicos. No sólo es grave que los chicos no accedan a los bienes simbólicos de la sociedad, sino que sus educadores también están privados de este acceso. Es un tema salarial, por supuesto. Pero también de reconocimiento y valoración social hacia quienes son los “pasadores de cultura”. Porque los maestros garantizan el reencuentro con el pasado y habilitan un futuro diferente. Si un maestro supone que un alumno no tiene futuro, es que él tampoco tiene futuro. Si sólo ve a su alumno como un sujeto asistible y no como sujeto de derecho, si no le brinda las herramientas para comprender y transformar el mundo, si él mismo no se ve con capacidad de transformar la realidad en la que vive, es difícil que la educación acontezca.

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