EL PAíS › OPINION

Un derecho penal para una sociedad menos fraterna

Por Roberto Gargarella *

Hay dos miradas demasiado diferentes sobre el derecho, y sobre el derecho penal en particular, que persisten en ponernos en veredas opuestas cada vez que pensamos en problemas de política legal. La visión jurídica hoy dominante piensa a los individuos como fundamentalmente egoístas, ansiosos por obtener rápidos beneficios sin incurrir en costos. Los individuos son vistos como aprovechadores que no perdonarán ninguna fisura en el sistema jurídico para tomar ventajas, ni tendrán mayor piedad con sus pares al momento del relacionarse con ellos. En la medida de lo posible, y según esta descripción, tales individuos se alzarán con los beneficios que puedan a costa del trabajo y el esfuerzo de los demás. Así, dejarán de pagar sus impuestos, apenas puedan, mientras esperan que sus pares sigan pagando sus deudas. A ellos les interesa gozar sin costos de los beneficios de la salud pública, las carreteras, o la seguridad social, para cuya creación y estabilidad todos los demás deben contribuir. Del mismo modo, procurarán saltear las mismas normas penales que exigirán que los demás cumplan en cada caso. Estos individuos son –conforme se presume– calculadores, que actúan de modo estratégico, midiendo cada paso que dan, haciendo balances de “costos y beneficios”. Frente a dicho panorama, la tarea del derecho es la de encauzar, a fuerza de premios monetarios y castigos violentos, a quienes se “van de cauce”, a la vez que impedir que nuevos “aprovechadores” se salgan del cauce de lo permitido u ordenado.
De acuerdo con una mirada alternativa, más cercana a la filosofía del republicanismo, de lo que se trata es de que los individuos se sientan identificados con el derecho, que lo sientan como propio: aquí se procura que las personas cumplan con el derecho porque es de ellos, porque se ven reflejados en él, y no porque el mismo los amenaza o porque ocasionalmente les sirve. Quienes defienden esta postura suelen partir de una lectura diferente, también, sobre la naturaleza de las personas. Aquí se asume que las personas no son ni puros egoístas ni puros altruistas: ellos van a cooperar con sus padres (y con el derecho), cuando vean que los demás hacen lo propio, y van a dejar de hacerlo cuando no puedan confiar más en los demás. Por eso, la tarea jurídica es vista como una tarea de integración y de construcción de confianza entre los miembros de la comunidad, y de todos ellos hacia las normas que regulan su conducta. El objetivo es que las personas no se enfrenten al derecho ni a sus pares porque han desarrollado vínculos suficientemente fuertes con ellos –porque conviven en una comunidad en la que nadie abusa, ni explota, ni se aprovecha indebidamente de los demás–.
Lamentablemente, el derecho ha venido creciendo desde hace muchos años bajo la influencia de la primera de las visiones citadas. El derecho se ha convertido así en un sistema de incentivos (un sistema de “zanahorias y palos”), destinado a operar contra individuos que permanentemente quieren escapar de su alcance. Siguiendo estas pautas, el derecho se propone inducir a los individuos a actuar de un cierto modo, para lo cual mejora los “premios” vinculados con determinadas conductas, a la vez que alza los “costos” de avanzar por caminos alternativos. Así, y por ejemplo aquí, se procura asegurar que cada uno pague sus impuestos reforzando las penalidades establecidas contra la evasión impositiva, o estableciendo ventajas destinadas a premiar a los pagadores. Del mismo modo, y en lo que más nos concierne, aquí se propone que el derecho reaccione frente a cada aumento en la producción de un cierto delito (ayer el robo, hoy los secuestros, mañana el homicidio) incrementando proporcionalmente las penas correspondientes a cada uno de ellos. Se presume que, enfrentados a un incremento semejante en las penas establecidas, los individuos –egoístas, calculadores, estratégicos– desistirán de, o al menos pensarán con más cuidado, su decisión de cometer ciertos ilícitos. La lógica de este razonamiento nos lleva a una visión draconiana del derecho penal. En definitiva, el derecho irá subiendo uno a uno el nivel de las penas correspondientes a cada delito, hasta llegar a techos muy altos, más o menos comunes a todos los crímenes, desde los crímenes más insignificantes hasta los más atroces.
Esta forma de pensar el derecho resulta torpe, en primer lugar porque alimenta los rasgos calculadores y egoístas de cada uno, reforzando la faceta voraz y aprovechadora de los individuos. La maquinaria que aquí se construye se alimenta con el combustible del egoísmo que, a su vez, se preserva como combustible social principal. Esta visión resulta ingenua, además, porque hace gala de un “realismo” y una supuesta “crudeza” de las que carece. Ella se vanagloria, en efecto de “tener en los pies en la tierra”, de no presumir la existencia de seres angelicales o altruistas (como supuestamente sí lo hacen las visiones alternativas, que rechazan la suba de penas y proponen políticas criminales no-represivas). Ella reclama saber de qué va la vida, de qué se trata la historia de la humanidad: luchas fratricidas, violencia, espíritu de facción, enfrentamientos entre intereses crudos e irreductibles. Pero esta actitud es ingenua porque ignora que las personas podrían actuar de otro modo si el derecho fuera diferente y actuara de un modo diferente frente a ellos. Finalmente, esta visión es indeseable, porque favorece una inútil lógica de “guerra armamentista” que lleva a endurecer el derecho indefinidamente. Lo más grave de esta historia es que el derecho, cada vez más represivo, no sólo no logra cumplir con su cometido (pacificar la sociedad), sino que promueve sentimientos contrarios a los que podrían buscarse (sentimientos de identificación con el derecho). Diseñado bajo esos parámetros, el derecho se convierte en algo extraño para grupos cada vez más amplios de personas. Y estas personas, sintiéndose excluidas por él mismo –siendo lo que son, víctimas del derecho–, tienden a hacer lo posible para eludir o violar un derecho que no tienen de su lado, y que siempre, de un modo u otro, los persigue y afecta. ¿Cuántas veces habrá que repetirles, a quienes suscriben esta visión, que ella representa una lectura torpe, ingenua e indeseable del derecho? ¿Cuántas veces habrá que decirles, a quienes defienden esta postura, que van a fracasar, otra vez, y otra, y otra vez más?

* Profesor titular de Teoría Constitucional, UBA/Di Tella

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