EL PAíS › ALBRECHT, JURISTA ALEMAN

“No quiero que el símbolo sea la cárcel”

Un prestigioso criminólogo explica por qué los dirigentes políticos necesitan infundir seguridad y quedan encerrados en un círculo vicioso.

 Por Martín Granovsky

Hans Albrecht estuvo en Buenos Aires invitado por el subsecretario de Política Criminal del Ministerio de Justicia, Alejandro Slokar, para un seminario sobre criminalidad compleja. Dirige el Departamento de Criminología del Max Planck Institut, de gran prestigio en Alemania. En el seminario dijo estar preocupado por el hecho de que se esté creando lo que definió como “un derecho penal del enemigo”.
–¿Por qué al delincuente se lo considera “enemigo”?
–Es porque los conflictos se perciben como conflictos cada vez más básicos y más violentos.
–¿Como si cada conflicto fuera una guerra?
–Sí. Y de paso así se discute la validez de garantías tradicionales. Esas garantías vendrían a ser concesiones al “enemigo”, que de ninguna manera merece recibirlas.
–¿Quién es el enemigo?
–Cualquiera. Puede ser un narcotraficante. O un pequeño dealer. Naturalmente, también un terrorista. O el que cometió algún tipo de violencia sexual. De paso, la categoría de enemigo es ideal para los medios de comunicación.
–¿Por qué?
–Porque permiten una identificación simplificada de los problemas y aportan un carácter horrible que puede resultar muy atractivo. La conclusión, si hablamos de enemigos, es que no se puede tratar con ellos como se habla con ciudadanos “normales”.
–¿Hay doble condición?
–Sí, y lo interesante es que no está dada necesariamente por el crimen que se haya cometido. A un ciudadano en principio “normal”, y esa categoría es variable, se lo puede comprender aunque le haya pegado a su mujer o haya cometido una estafa. Le agrego una categoría más que con mayor frecuencia aparece como enemigo: los inmigrantes. Es la categoría que más crece. Y ni le digo si alguien es visto a la vez como inmigrante, terrorista, negro y pobre. Reúne todas las condiciones para ser considerado el enemigo ideal.
–¿Por qué crece la inmigración dentro de la categoría de enemigo?
–Porque es más fácil considerar enemigo al que viene de afuera. Por ejemplo, es sabido que la cocaína se produce en Sudamérica. Ergo, cualquier sudamericano es sospechoso de ser enemigo. Uno podría preguntarse por qué los europeos no lo son si fabrican las anfetaminas. Simple: porque no son inmigrantes. Y en general tampoco son inmigrantes los que manejan el mercado de la droga o el del sexo, ¿no? Vuelven las imágenes. El crack se asocia a un negro joven y pobre. Cualquier negro joven y pobre puede estar relacionado con el tráfico de crack. Lo peor de este fenómeno es que resulta muy útil para hacer política.
–¿Por qué lo dice?
–El ataque del 11 de septiembre del 2001 reforzó la idea de enemigo, pero ésta ya existía. La que aparece cada vez más jaqueada es la presunción de inocencia. Se tiran culpas sobre todos.
–Sospechas.
–Sí, pero en el Derecho no se invierte la carga de la prueba. Uno no debe demostrar que es inocente. Ni siquiera hay por qué soportar la sospecha sin fundamentos. En un Estado de Derecho incluso la culpa debe ir acompañada de una sospecha razonable y con indicios.
–¿El proceso que usted describe es paranoia pura o construcción política?
–Hay paranoia, pero para un gobierno moderno la construcción política es lo más importante. Así, los políticos logran producir un sentimiento de seguridad.
–¿Pero el sentimiento de seguridad o inseguridad no depende de la situación real?
–A veces sí. Y a veces no. A veces la realidad de los números, la del delito, en algunas ciudades de Alemania no cambió en los últimos 20 años.Pero hace 20 años el delito no era un tema de campaña y ahora lo es. Los demócratas cristianos tenían un slogan: “Elija DC, elegirá seguridad”. Se hace un círculo vicioso, porque así el resto no puede decir que quiere menos seguridad y también toma el tema como central.
–¿Cuál es la utilidad que usted ve en el uso político?
–Las sociedades modernas producen sensación de inseguridad, que sobre todo es económica y se traduce en la ruptura de la solidaridad. Los individuos pierden la sensación de ser miembros de un grupo. Ya no reconocen al otro. La ruptura de la solidaridad profundiza diferencias ficticias. Hace 20 años, en cualquiera de las ciudades pequeñas, eran todos protestantes. Ahora el vecino puede no serlo. Es distinto. Eso puede producir una sensación de inseguridad en algunos. Antes estaba el sindicato. Ahora la influencia sindical es reducida. Antes, los padres transmitían esa seguridad a sus hijos. Ahora no. Antes, usted empezaba siendo periodista para jubilarse como periodista. Ahora le dirán: “Lo que importa es la aptitud para cambiar de trabajo, de oficio y de profesión”. Antes, ser empleado era automático. Se pertenecía automáticamente a una empresa, en Alemania y ni digamos en Japón. Hoy ya no. Uno dirá que al mismo tiempo aumenta la libertad. Muchos lo dicen. Lo que no entienden es que por cada cambio se pagan costos. Y por eso es que muchos políticos explotan la inseguridad: para dar la ilusión de que con ellos los costos serán menores.
–¿Esto es general?
–Claro, lo global también implica que se reproducen estos comportamientos. No quiero la cárcel como símbolo de la seguridad. Era algo típico de los Estados Unidos, pero ese símbolo crece en España y en el Reino Unido. Los partidos políticos que en los años ’60 y ’70 se enrolaban en una socialdemocracia progresista muchas veces discuten lo contrario. Con Tony Blair se produjo un gran cambio en el Partido Laborista. Incluso los verdes, en el gobierno en Alemania, se ven sometidos a tener que poner la seguridad como un tema más central de lo que es de verdad. El círculo vicioso achica el debate. En los Estados Unidos son más crudos. “Las elecciones se ganan prometiendo menos impuestos y pena de muerte”, recuerdo que dijo un senador republicano.
–¿Qué espacio tiene la crítica?
–Cada vez menor. Fíjese el caso de las cámaras de video. Hoy se están instalando en toda Gran Bretaña. Si en los años ’60 una encuesta hubiese preguntado por las cámaras, todos hubieran respondido que no las querían, para no sentirse espiados. Hoy están a favor, y no porque las cámaras mejoren la seguridad sino porque muchos sienten que, al filmarlos, alguien vela por ellos. Los derechos humanos son cada vez menos un valor. El valor es el control. La gente quiere ser monitoreada. Y esa pérdida de privacidad se da junto a parejas que ventilan sus problemas sexuales por televisión delante de millones de personas. Temo que por este camino aumenten no solo las penas sino las detenciones administrativas o presuntamente psiquiátricas y las deportaciones.

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