EL PAíS › OPINION

Con la cancha marcada

Por Eduardo Aliverti

Qué precisos son estos días para ratificar/nos a quienes creemos en los grandes perros que nos meten nuestras más temidas o seguras prevenciones.
El perro de Hugo Moyano, por ejemplo, quien anunció vociferante su salto a la yugular del ministro Lavagna, por haber dicho éste que un aumento de salarios sólo es compatible con cuán productivo sea cada sector de la economía, se fue a la cucha al cabo de un encuentro donde el Presidente le advirtió que avala al ministro. Y el perro de enfrentarse al par de centenares de empresas o grupos que forman los precios de este país, por ejemplo, se achicó ante el perro más grande de que mejor desensillar, porque el boicot a Shell no cayó bien en un grueso de esa clase media que fija la agenda mediática, y no es tiempo de guerras contra poderosos porque “la gente” quiere oler a recuperación y a tranquilidad. De allí que Kirchner llama ahora a la responsabilidad y a la “cautela” del gran empresariado.
Este y cualquier gobierno tienen el derecho de obrar buscando consenso popular, medir la fuerza de quien consideren su enemigo, no caer en aventuras incompatibles con la correlación de fuerzas, conseguir votos, dar o querer dar unos cuantos pasos atrás para poder dar otros cuantos adelante. Y hasta demagogizar en aras de lo que interpreten como mejor para el bien común. Del mismo modo, hay el derecho de advertir que debe tenerse cuidado con el perro. Uno, el Gobierno, puede decir que la cancha queda marcada “así”. Y otro, uno, puede decir no, no quiero.
De unas dos semanas a esta parte las autoridades marcaron la cancha, justamente, y dijeron, por tomar uno de los ítem, que de salarios no se habla y que por lo tanto de la redistribución del ingreso tampoco. Eso, por acción. Por omisión, y en términos de a quiénes afectar para corregir el reparto de la torta, menos que menos hablar de una política impositiva que sigue beneficiando a quienes más tienen y castigando a los de menores recursos. ¿Qué pasa, por caso, que en la Argentina no puede hablarse de cuánto les significa el IVA a los grandes contribuyentes y cuánto a quien compra un paquete de arroz?
El perro del Gobierno es eficaz en el imaginario colectivo. Porque el imaginario colectivo no se plantea enfrentarse a nadie. Se prende la radio y se escucha a un pequeño comerciante decir que Lavagna tiene razón; que el kiosco no da para absorber un aumento generalizado de 50 o 100 o 150 pesos y que a la vez (le) quede un margen de ganancia mínimamente atractivo. Tiene razón, o pongámosle que tiene razón. Pero, ¿por qué al tipo, al kiosquero en cualquiera de sus formas, no se le ocurre que se podrían afectar las ganancias de los pulpos concentrados, y que eso podría redundar en una recaudación fiscal más genuina, y que eso podría derivar en sacar un crédito a tasas bajas para ampliar su horizonte, y que eso su ruta? ¿Por qué el tipo compra, de una, el valor ideológico de que las cosas no están para que los empleados ganen más? ¿Por qué el tipo acepta que le marquen la cancha? ¿Por qué se banca que la discusión consista en que los de abajo –incluido él– tienen que seguir ajustándose y los de arriba seguir intocables? Pues porque el discurso oficial, de la mano anímica de que tras haber caído al cuarto subsuelo sólo queda asomar el pelo en el tercero, forja una lucha contra la derecha fácil, pero no ejerce contra la derecha con poder de fuego.
La traducción concreta del grado de economía cartelizada que sufren los argentinos, para algún extraterrestre capaz de considerar que no son cifras concretas, es, para decir alguna de las decenas de cosas que podrían decirse sobre qué le pasa a la mayoría de la población, en su vida cotidiana, que esa mayoría es menos pobre que cuando asumió Kirchner –sacadas las cuentas de los aumentos nominales de salarios– pero que, a la vez, se distancia cada vez más de los ricos. El 10 por ciento de éstos ganaba casi 25 veces más que el 10 por ciento más pobre, en mayo del 2003. Ahora gana casi 30 veces más.
Y ahí, o por ahí, la madre del borrego. El kiosquero, o el mediopelo pyme en general, o el taxista que putea por las manifestaciones antes piqueteras y hoy sindicalizadas, o el pequebú tilingo, o el trabajador flexibilizado a 500 pesos o un poco menos o un poco más por 10 o 12 o 14 horas al día, o géneros similares, en lugar de concientizar quiénes le están jodiendo la vida, le entran con virulencia al de la vida igual a la suya. Dejan que el discurso oficial les marque la cancha y aceptan sin más ni más que es cuestión de no tocar los salarios para que el salario no moleste aumentando la inflación. No escuchan otra cosa, o no quieren escuchar. Es en vano decirles que podría incrementarse el superávit del Estado cobrándoles más tributos a quienes más tienen, provocar un shock en el mercado interno, diversificar la propiedad de los medios de producción. Y que le toque a él el aumento de salarios por productividad. No a los oligopolios. Pero no puede. O no sabe. O, dominación mediante, no quiere. Porque como oprimido reproduce el discurso del opresor.
Derrota cultural, que le dicen.

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