EL PAíS › OPINION

Para que se vayan

Por James Neilson

Aunque buena parte del electorado sabe muy bien que una de las causas básicas del gran despelote nacional consiste en la resistencia estructural, por decirlo así, de la clase política a renovarse, con el resultado de que, su gusto por la retórica contestataria no obstante, está entre las más conservadoras del mundo entero, los “dirigentes” están claramente resueltos a aferrarse a sus puestos como garrapatas. En cambio, en Europa sus homólogos dan por descontado que cualquier revés atribuible a la falta de entusiasmo por su persona de los votantes puede ser suficiente como para poner fin a sus carreras o, cuando menos, para hacer necesario un hiato prolongado, razón por la que tanto el socialista francés Lionel Jospin como el líder conservador británico William Hague reaccionaron ante sendas derrotas electorales dando el paso al costado reglamentario. El contraste entre los europeos y los caudillos, caciques y eminencias grises argentinos difícilmente podría ser más llamativo. Ningún desastre, por fabuloso que fuera, sería capaz de convencerlos a aceptar dedicarse a asuntos más privados.
No es que todos los políticos criollos sin excepción sean megalómanos, es que aquí los jefes partidarios y facciosos, como los capos de la mafia, tienen que cuidar los intereses de sus respectivas “familias”, de los políticos menores, operadores, ñoquis y otros clientes que dependen por completo del poder amasado por el gran hombre: caído éste, miles de otros tendrán que irse. Huelga decir que una proporción notable de los vicios políticos nacionales –la corrupción endémica, el internismo furibundo, la mediocridad generalizada, la indiferencia hacia los intereses ajenos, las listas sábana y así largamente por el estilo– está íntimamente relacionada con el caudillismo vitalicio.
Pedirles a los políticos ceder sus privilegios es inútil: todos están rodeados por obsecuentes que les aseguran que son imprescindibles. Por lo tanto, convendría importar la costumbre europea según la cual un fracaso electoral ha de significar la jubilación forzosa, con la diferencia de que mientras que en Europa se trata de una renuncia “voluntaria”, aquí debería ser cuestión de un despido obligatorio, automático e inapelable. Sería una norma acaso brutal e incluso injusta en algunos casos, pero en vista de las particularidades que son típicas de la cultura política caudillista y clientelar –o sea, mafiosa– que se ha formado aquí, no habrá otro modo de impulsar la renovación constante de las elites sin la cual ninguna sociedad pueda evolucionar en una época que se caracteriza por el cambio vertiginoso.

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