EL PAíS

El espejo multiplicador

El golpe del 16 de septiembre de 1955 abre un nuevo ciclo, pero esta vez el movimiento maldecido está en el llano, es el perseguido.

 Por Mario Wainfeld

Juan Domingo Perón podía haber resistido pues, según cuentan, la correlación de fuerzas (armadas) le era favorable. O podía haber entregado fusiles a sus muchachos trabajadores, según postuló su propia izquierda ya hace medio siglo, en un decepcionado relato reversionado en los ’70 cuando cundió el contrafactual “si Evita viviera”. O, vista la cosa desde el otro lado del mostrador, el primer presidente provisional Eduardo Lonardi podría haber impuesto su sello a la autodenominada “Revolución Libertadora”. Lonardi, la circunstancia se pierde en el olvido casi tanto como su rostro, propuso (repitiendo un concepto de Urquiza) que no hubiera “ni vencedores ni vencidos” y lo que no hubo fue Lonardi ni lonardismo.
Pero pasó lo que pasó. Ni hubo resistencia desde el gobierno ni hubo conciliación. La Revolución Libertadora no tuvo como preludio una guerra civil ni como objetivo sincero alguna forma de síntesis. El pasado realmente existente no fue inexorable pero sí es ineludible. La Libertadora fue lo que fue, quién sabe si lo que debía inevitablemente ser.
Vista en perspectiva, una vida después, una de sus características más chocantes es haber encarnado (y casi siempre multiplicado ad nauseam) las desmesuras y barbaries que sus partidarios le atribuían al peronismo. Tal vez no todas, pero sí aquellas que constituían el denominador común de una coalición golpista cuya vasta transversalidad navegaba entre el conservadurismo y el partido comunista. Una coalición que cobijaba a nostálgicos de la sociedad patriarcal y estanciera pero también a críticos por izquierda del régimen, incluidos nacionalistas populares de nuevas horneadas que se conmovían e identificaban con el elocuente discurso antiimperialista de Arturo Frondizi contra las concesiones petroleras a empresas yanquis. Ese variopinto espectro opositor encontraba el núcleo de su consenso en la crítica a los contenidos dictatoriales del peronismo, la exclusión del adversario, la intolerancia, la violencia, la tortura, la policía brava, los comisarios de manzana. Lo sucedería la Libertad, así con mayúsculas. Lo auguraba la Marcha que ambicionó (y nunca logró) ser antítesis sustituta de la marchita.
Pero la Libertadora magnificó lo que, se suponía, venía a abolir. El peronismo –pocos lo dudaban antaño, nadie puede hacerlo ahora– ganaba las elecciones porque era mayoritario. Se le imputaba, con verdad, alguna malicia electoral, incluido un capcioso dibujo de las circunscripciones porteñas para quedarse con todo el poder. Sus críticos directamente proscribieron al justicialismo.
Los nostálgicos de la libertad de expresión no se conformaron con cerrar diarios, prohibieron hasta la mención del adversario y ni qué hablar de su marchita.
Y, esencialmente, el “cinco por uno” que causó tantos enconos, si se alude a los hechos y no a las palabras tonantes, fue una cifra mezquina para consignar el score de crímenes políticos a favor de los libertadores y no de los “peronchos”.
En el plano, llamémosle, cultural los contreras endilgaban al peronismo una matriz resentida, connatural, que explicaba muchos de sus desvíos. “Canallería resentida” la rotuló Julio Cortázar, en una de sus páginas menos felices. Ernesto Sabato (más psicologista él) prefirió hurgar en la condición de hijos naturales de Perón y Eva para darle un sentido a ese tema axial. El resentimiento cerril y el revanchismo fueron menú cotidiano para peronistas de todo pelaje, cuando llegó la hora del recambio. Ese odio se proyectó, diríamos, naturalmente a las conquistas sociales del peronismo, que muchos libertadores decían aspirar a preservar y ampliar.
El peronismo del 45-55, esto lo explicó como nadie Arturo Jauretche, agredió de modo excesivo y gratuito a vastos sectores de la clase media alos que debió pensar como compañeros de ruta o, por lo menos, evitar constituirlos en enemigos acérrimos. En espejo multiplicador, tras el golpe del 55 demasiados integrantes de sectores medios internalizaron valores y conductas clasistas y hasta racistas que debían haber sido monopolio del imaginario de los dueños de la tierra.
Una explicación parcial, pero necesaria, de estos supuestos contrasentidos incluye a lo que ahora llamamos “climas de época”, que implican que somos parientes de nuestros contemporáneos, aun de los que detestamos. Podría imaginarse que peronistas y contreras compartían muchos defectos que los gorilas sólo veían en sus enemigos. Y que el peronismo era, eso sí, una propuesta más viable que la de sus antagonistas, cuya argamasa era un rencor sin programa. Una coalición inviable que terminó sintetizándose en su peor extremo y cuyo legado histórico son las imágenes de José León Suárez, el odio clasista, una regresión histórica sin contrapartidas.
Paradoja de la historia, la Libertadora refundó al peronismo que había agotado su aliento renovador. La muerte de Evita fue prematura para su saga vital pero calzó justo como símbolo del fin del primer justicialismo. Engendrado desde el gobierno, el peronismo tuvo un edipo fenomenal con el poder público que aún conserva. Ya entrados los 50, la sociedad relativamente sencilla que había encarado se había complejizado (en buena medida merced a sus reformas) y se le tornaba inmanejable. La Libertadora le dio una chance de ir al llano, por primera vez en su existencia, de redefinirse resistente, tercermundista, revisionista, hasta socialista cuando cuadró. La violenta obcecación contra el justicialismo fue abriendo la puerta para que mucho después ese Perón vencido de antemano, que no había osado resistir, volviera al gobierno al comando de otra coalición inviable. Pero eso, en algún sentido, es otra historia.

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Aramburu y Rojas, dos de los jefes de “La Libertadora”.
 
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