EL PAíS › EL DEBATE POST-ELECTORAL

Antes y después de Macri

El porqué de los votos. Las campañas. Los errores del oficialismo y lo que vendrá. El fin del “siglo de los derechos humanos

En continuado

Por Eduardo Aliverti

Para qué debería servir la política y para qué sirve en realidad parecen interrogantes de escuela primaria.

Las respuestas cualunques e inmediatas, y no por eso menos ciertas, son que la política debería servir para mejorarle la vida a la gente, para que no haya pobres ni –menos que menos– miseria o, en el “peor” de los casos, para aminorar los desequilibrios sociales. Y en lugar de eso sirve para que los políticos se hagan ricos, para que cada vez tengamos más inseguridad y no se pueda salir a la calle tranquilos, para que los paros perjudiquen a los mismos trabajadores y al resto del discurso-taxi. Si salimos del cualunquismo, ¿realmente la contradicción principal es entre ricos y pobres? ¿Se piensa que es la diferencia de clases aquello que debe solucionar la política, como causa estructural de los males conjuntos? ¿De veras se aspira a que el punto consista en garantizar derechos básicos para todos? ¿En serio que eso que se llama libertad es interpretado a partir de que esos derechos estén asegurados, porque de lo contrario no hay libertad que valga? ¿Es muy arriesgado señalar que las diferencias de clase han sido naturalizadas, que el pensamiento es que ricos y pobres y miserabilizados hubo y habrá siempre, que se trata de controlar el conflicto social pero no de arreglarlo de raíz, y que si eso significa represión hay que aguantarlo como mal necesario, y que la libertad no es primero inherente al status de habitantes sino al de “ciudadanos”? ¿Es muy loco aseverar que la lógica de la hora histórica es que me dejen vivir en paz, en lugar de cómo viven y por qué los que no me dejan vivir?

Esos apuntes no son expuestos, solamente, para razonar por qué se votó a Macri como se lo votó. A grandes rasgos, por cierto que el 61 por ciento de Macri, que es Menem, ancla en el facilismo de probar con alguna cosa nueva a ver si la ciudad puede limpiar sus lacras, aunque hablar de Macri-Menem como cosas nuevas sea un insulto a la inteligencia. Pero también es cierto que quienes votaron por Filmus, o más bien por lo que Filmus representó en fortaleza política, per se y como anti-Macri/Menem, tampoco lo hicieron pensando que ese voto implicaba un cambio profundo respecto de la contradicción principal, ésa de la diferencia de clases y de la desigualdad social como motivo central de inseguridad y laterales. De la misma manera, el triunfo de Fabiana Ríos en Tierra del Fuego fue ante todo el producto de un increíble y vergonzoso despedazamiento mutuo entre los candidatos kirchneristas. Dato éste, el del sufragio como descarte o castigo, que también puede ser tomado para evaluar qué es en verdad lo que se vota y, desde allí, qué se interpreta en cuanto a para qué debería servir la política. Por ejemplo, es coincidencia general que Macri difícilmente habría ganado el ballottage si las voluntades en su contra no se hubiesen neutralizado entre sí. Vale. Pero entonces, ¿de qué estamos discutiendo? ¿En qué consiste la política vista así, si no en un juego de suma cero en el que, en lugar de agudizar el debate sobre las contradicciones principales, las cosas pasan por juegos de palacio y especulaciones por las que esas mismas cosas pueden salir disparadas hacia extremos opuestos, desde la política y desde la propia sociedad?

Hubo una encuesta de boca de urna (Zuleta Puceiro), el domingo del ballottage, publicada por este diario al día siguiente, que –muy curiosa o muy coherentemente– no tuvo repercusión. Uno de sus datos debería ser el más increíble de todos, y sin embargo es el más natural y por tanto el más emblemático acerca de lo que se interpreta como política: los encuestados consideraron mayoritariamente que Filmus es una persona más honesta y con mayor sensibilidad social que Macri, pero Macri fue mencionado como más capaz. Ajá. Tal vez esta columna podría terminar aquí, si sólo fuera en torno de qué se entiende por (gran) política, qué se espera de ella y qué podemos esperar de ellos y de nosotros. Pero no se trata en soledad de eso, porque la política también se compone de lo existente y lo probable. Uno de los problemas pasa por creer que es nada más que lo existente y lo probable, porque eso termina indefectiblemente en el posibilismo. Y ya se sabe en qué termina el posibilismo indefectiblemente.

Hay que decir, entonces y en primer término, que el triunfo menemista del domingo pasado es o puede ser importante porque perfiló, por fin, un liderazgo personal de la derecha. Macri no tiene estructura nacional y el resto de la oposición tampoco. Pero dieron el primer paso, ayudados por la notable –aunque quizá no sorpresiva– suma de torpezas cometidas por el kirchnerismo. Imprevisión frente a la crisis energética, incapacidad de autocrítica, agresividad persistente, manipulación grosera de los números inflacionarios, sospechas firmes de corrupción, entre otros factores propios de un gobierno chiquito, muy chiquito de figuras y de cuadros políticos, que no se abre mucho más que para cooptar radicales, que desconfía de una construcción de poder menos ombliguista y que –evidente o prácticamente– tomó la recuperación económica como un cheque en blanco sin plazos de vencimiento.

Podría preguntarse si acaso esos errores no son inherentes a un gobierno que no cambió la matriz de distribución neoliberal y que tampoco corrigió los modos de construcción política. Sin embargo, aun cuando la respuesta fuese positiva (y el periodista cree que lo es), no cambia que el marco referencial de la Argentina de hoy es mejor que lo ofertado por las variantes existentes. Al menos en eso de que el Estado pueda jugar algún papel como regulador de la desigualdad social, de que la salud y la educación no se conviertan definitivamente en un asunto de caja, de que se respeten los derechos de las minorías, de que no se pase a vivir en un clima policial. Por cierto, bien que es (debería ser) algo estúpido decirlo, el macrimenemismo tampoco tendría o tendrá respuestas positivas para aquello de las causas madre de los males populares. Pero sí tendría o tendrá la capacidad de profundizarlos. Podrá ser barrido a la primera de cambio, porque su respaldo en las urnas es el voto por las soluciones rápidas y mágicas. Y tanto llega como se va, por aquello otro de que la política se convirtió en una cosa desnutrida de utopías mayores. Así terminó la rata, por más que tenga herederos potencialmente exitosos. Así terminaron De la Rúa y la Alianza, con las estrofas de que bastaba con reducir la corrupción.

La película, claro, se llama Recuerdos del futuro cuando ya es tarde.


Los derechos humanos y la televisión pública

Por Roberto Gargarella *

Desde su reciente consagración electoral, el nuevo jefe de la ciudad designado ha dejado caer algunas consideraciones bastante notables, muy ilustrativas sobre el lugar fuertemente ideológico desde el que –a pesar de sus intenciones manifiestas– ha decidido hablar. Aquí quisiera ocuparme de dos de esas expresiones. La primera implicó una definición de principios, y la segunda se refirió a una propuesta concreta de política pública. Habían pasado minutos de su consagración electoral, y ante la lógica expectativa existente por conocer sus primeras reacciones en la victoria, el jefe de la ciudad electo pronunció una cuidadosa y preparada frase. Sostuvo entonces que “el siglo XX fue de los derechos humanos, el siglo XXI debe ser de las obligaciones ciudadanas”, a continuación de lo cual agregó: “No más perseguir fantasmas del pasado, no más resentimiento. ¡Queremos construir para adelante!” ¿Cómo? –hubiera querido preguntarle alguno–. ¿Querrá decir el siglo de las violaciones de los derechos humanos? ¿El siglo del nazismo, del fascismo, de las dictaduras latinoamericanas? ¿Querrá decir que éste, por tanto, seráel siglo destinado a reparar todo aquello ocurrido en las décadas anteriores? ¿Querrá decir que éste será el siglo en el que nos dedicaremos a cumplir, finalmente, con las exigencias constitucionales vigentes, para asegurarle a cada uno todo aquello que no se le aseguró hasta ahora (alimento, techo, cuidado)? ¿El siglo en el que nos pondremos manos a la obra, para acabar con las desigualdades generadas y mantenidas por la violencia en el siglo pasado? Es curioso, pero sospecho que desde el bunker del jefe de la ciudad electo, comentarios como éste se podrán ver como tendenciosos, mientras que las afirmaciones agresivamente ideológicas del líder electo serán consideradas como propuestas destinadas a “superar” la discusión ideológica.

La propuesta de política pública sobre la que quería pensar, mientras tanto, tiene que ver con la sugerencia de cerrar el canal Ciudad Abierta, con el fin de gastar menos y evitar, al mismo tiempo, que los “amigos de los que están en el poder se diviertan haciendo televisión”. Siendo ésta una de las primeras propuestas hechas por el mandatario electo, finalizado el sufragio, ella queda revestida inmediatamente –como la declaración anterior– de una significación especial. ¿Por qué elegir este tema en lugar de otros, y por qué luego decir lo dicho? La selección efectuada resulta, otra vez, menos desafortunada que irritante. En un momento en el que nos vemos acosados por una programación televisiva bruta –como suele serlo cuando su principio organizador es exclusivamente el del dinero– las declaraciones del nuevo jefe de Gobierno alarman. Ello, sobre todo, por el modo en que esas manifestaciones expresan e insisten sobre un tópico –uno no quisiera decirlo– tan de derecha. La idea es que la “intervención” del Estado –por ejemplo en materia de comunicación pública– irrumpe sobre un estado de cosas más o menos “natural” y más o menos irreprochable, que no debe ser distorsionado por un Estado que sólo puede interferir para ubicar a sus amigos en lugares de poder. Contra dicha idea, debe decirse que, dado que la televisión representa un aspecto central de la comunicación pública moderna, ella queda sujeta al escrutinio constitucional –como la apertura, o no, de nuevas escuelas públicas o privadas; como el funcionamiento de los medios de transporte; como la accesibilidad de los hospitales–. La pregunta relevante, entonces, en todas las áreas señaladas, es si el estado de cosas reinante contribuye a dejar satisfecho el “piso” de las exigencias constitucionales. Constituiría una afrenta constitucional, entonces, que el entramado de escuelas privadas existentes no permitiera, en los hechos, el acceso a la educación de los sectores más pobres; o que un sistema de transportes mayormente “privado” dejara de pasar sistemáticamente por ciertos sectores de la ciudad. La creación de nuevas escuelas, hospitales o líneas de transporte, entonces, no puede ser evaluada desde el punto de vista del “gasto,” sino desde las obligaciones constitucionales existentes. La pregunta relevante, entonces, no es “cuánto estamos gastando” sino si en los hechos están satisfechas o no las necesidades –educativas, sanitarias– de la población. De modo similar, en materia de comunicación pública, la primera pregunta debe ser si está satisfecha o no la obligación constitucional de asegurarle “voz” a cada uno, y de facilitarnos a todos un acceso a discusiones públicas sobre cuestiones de interés común. En tal sentido, la libertad de expresión tiene a la no censura como condición necesaria pero no suficiente: la libertad de expresión se ve agraviada con la censura, pero también con la ausencia sistemática de voces o de discusión pública. Si la televisión actualmente existente de ningún modo satisficiera dichas necesidades (lo cual no es lo mismo que decir que ella debe dirigirse exclusivamente a dicho objetivo), entonces ella fallaría en su responsabilidad principal –como fallaría un sistema de escuelas exclusivamente privadas, en donde no se enseñara a leer y escribir; un sistema de transporte en donde los transportistas se negaran sistemáticamente a subir a ciertos pasajeros; o un sistema de salud que dejara sin atención a los enfermos de sida–. En materia de educación, de transporte, de salud, de comunicación, la obligación del Estado es la de asegurar que queden siempre satisfechos ciertos derechos básicos para todos, y que los servicios se administren de forma no discriminatoria. Por ello, la elección de preguntas y respuestas efectuada por el nuevo jefe de Gobierno resulta tan inapropiada: en el siglo de las obligaciones, habría sido interesante verlo de inmediato preocupado por cumplir con las suyas.

* Abogado y Sociólogo.

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