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Los caminos de la resignación

Por Hugo Barcia

Está visto que no hay rayo láser que cure la miopía de quien no quiere ver: nadie podrá atribuirle a Chacho Alvarez escasa inteligencia política o visiones menguadas por desconocimiento del paño. Lo suyo pasa por otro meridiano: es la terquedad del que ha resignado, desde el vamos, las mejores banderas y los mejores sueños, para adecuarlos a la concepción de las visiones menores de la política, incapaces de modificar las condiciones de sometimiento de esta Argentina devastada por 25 años de políticas neoliberales.
En el anticipo del libro de Joaquín Morales Solá que publicara el domingo pasado La Nación (todo un símbolo, además, el formato y el medio elegidos para volver a la opinión pública), Chacho explica su renuncia a la vicepresidencia de la Nación por el conocido escándalo de las coimas en el Senado y se desgrana en anécdotas paisajísticas que rondan su eterno leitmotiv: la corrupción. Pero nada dice, teniendo el tema tan a mano, de la reforma laboral que privaba de derechos elementales a los trabajadores y que significaba una tremenda transferencia de ingresos hacia los sectores más concentrados del capital. Siempre intentaron que el árbol tapara el bosque.
En su coherencia resignada, nadie le puede negar consecuencia a este ex líder mediático: la fuerza que él creó e impulsó nada decía cuando la Argentina soportaba el perverso temporal neoliberal y se quedaba sin patrimonio público en virtud de sobornizadas privatizaciones; cuando omitían definiciones acerca de la madre de todas las corrupciones: la deuda externa; cuando eran arrasados los derechos laborales; cuando eran traspasados los fondos de las jubilaciones a la escandalosa estafa de las AFJP; cuando se hundía a los argentinos en la tremenda realidad de la desocupación y la miseria; cuando el Estado quedaba inerme para defender a los ciudadanos de las garras del mercado y tantas atrocidades más que conforman la mayor corrupción –política, ideológica, espiritual, material, cultural y basal– del modelo de despojo.
Para aquel entonces, Chacho y sus amigos se conformaban con denunciar a la corrupta Matilde Menéndez y sus escabrosas andanzas en el PAMI, lo que les posibilitaba una pequeña buena elección y un pequeño carguito en el otrora Concejo Deliberante. Años más tarde, ya puestos en la incómoda tarea de gobernar, no sólo no dijeron nada acerca de recuperar el petróleo, por ejemplo, sino que se dedicaron a avalar el 13 por ciento con que se cercenó a los trabajadores estatales y a los jubilados, y a tenderle un puente de plata a Cavallo para que terminara con la perversa tarea de aniquilamiento de aquella orgullosa Nación que supimos ser.
Es falso que el espíritu de la década pasada sólo haya que referenciarlo en las andanzas de Menem, Cavallo o De la Rúa. Nada se entenderá de ese decenio luctuoso si no se explica la genuflexión de ese progresismo que, ante el modelo pretendidamente único, sólo opuso la adecuación, los protagonismos personales de algunos líderes de poca monta y escasos contenidos, y la salvación individual de los cargos. Ese progresismo fue tanto o más traidor que los que impusieron el modelo, porque hundieron en la desesperanza a los argentinos que ansiaban un cambio. Y uso a conciencia plena la palabra “traición”, tan molesta a aquellos intelectuales que, con su retorcimiento, pretenden extirparla de nuestro vocabulario, para adecuarla (¡cuántos adecuamientos!) a la torpeza de sus cobardías: ¡señores, al pan, pan y a la mierda, mierda!
Causa náuseas, también, leer que nada pudo hacer el ex vicepresidente en el tema de las coimas en el Senado porque sólo contaba con el apoyo del senador Del Piero y debía enfrentar, con tan escasas huestes, a la corporación política en pleno. Claro, quien hizo un culto de la videopolítica (formato que desprecia y anula la verdadera participación popular, destierra el disenso y el debate, y sepulta el espacio público, sometiéndolo a la sola desdicha de las pantallas de TV y del resto de los medios de comunicación) ya no podía pensar en términos del sujeto social(para no decir pueblo, que sé que les molesta), ni de convocatorias a que ese sujeto rompa los moldes de la injusticia con su presencia vocinglera en las calles. El altar de la videopolítica a la que rindieron culto arrancó la política de las calles, de donde nunca debió haber salido, y la sometió a los alfombrados salones en donde impera el consenso fantasmal, lejos de cualquier rendición de cuentas al soberano. En esa misma línea o, mejor dicho, por contradecir a destiempo, interesada y agónicamente esos mecanismos que vaciaron de pueblo a la política, es que les salió tan mal aquel lamentable 17 de octubrecito, en las orillas del Varela-Varelita.
La peor traición no estriba en haber renunciado a la vicepresidencia (aunque a un mandato popular nunca se debe renunciar) sino en haber renunciado hace ya muchos años a la política de enfrentamiento a las reformas que implementaban el menemismo –y que tuviera como abanderado al recordado y tan extrañado Germán Abdala–, lo que derivó, tiempo después, en el arrepentimiento por no haber votado la convertibilidad, herramienta que, sumada a la apertura económica, entre otras, aniquiló los restos que dejó Martínez de Hoz de la industria nacional y nos colocó en la periferia pauperizada de la globalización. Chacho renunció a la vicepresidencia, pero el progresismo que lo acompañaba renunció a los nobles sueños de un país independiente. Como decía Meijide, se conformaban con un país “normal”.
Chacho jura y perjura que no volverá a la política partidaria, ni a la electoral. Yo, por mi parte, juro que quisiera creerle. ¿Saben por qué? Porque no quisiera que se me nuble la fiesta de la enorme marea de votos que consagró a Lula como presidente del hermano Brasil, y como el soplo de aire fresco que tanto necesitamos en Latinoamérica.
Comparado con la marea de Lula, esta reaparición del Chacho (¡qué coincidencia!, el mismo día, ¿no?) se asemeja a una pequeña ondita en un estanque de aguas muertas.

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