EL PAíS

Las bases para un nuevo consenso

Por Joseph Stiglitz

El fracaso de la reforma no fue simplemente un producto de la mala suerte o, como les gustaría decir a los defensores del Consenso de Washington, de una implementación inadecuada. Lo menos que cabe esperar de las políticas es que estén bien formuladas, para que podamos aplicarlas los simples mortales en el volátil ambiente en que vivimos. Sin embargo, los fracasos fueron aún más fundamentales: tuvieron que ver con lo que se incluyó y con lo que no se incluyó en la agenda, con lo que se subrayó y con lo que no se destacó. Muchas de las “reformas” en las que se centró la atención contribuyeron a exacerbar los problemas de la región.
He argumentado que es preciso formular un conjunto de políticas económicas que reflejen un mayor equilibrio entre los mercados y el Estado; que reconozcan el papel fundamental que ambos deben desempeñar para que la economía funcione y acepten que ese papel pueda cambiar con el tiempo, de acuerdo con la solidez de las instituciones tanto del sector público como del privado; y que reconozcan asimismo que las estrategias de desarrollo deben apuntar al fortalecimiento simultáneo de ambos sectores. También es necesario que dejemos de concentrarnos excesivamente en la inflación, para prestar más atención a la creación de empleos; y que no pensemos tanto en la reestructuración y la privatización de las empresas existentes, sino más bien en la creación de empresas nuevas. Debemos apartarnos de la teoría económica de la filtración o goteo y centrar nuestra atención en la pobreza en todas sus dimensiones, en el convencimiento de que no podemos separar las políticas económicas de su contexto social y político.
El desarrollo no consiste únicamente en acumular capital y asignar los recursos de manera más eficiente, aunque ambos aspectos son importantes. El desarrollo representa una transformación de la sociedad. El Consenso de Washington hizo caso omiso de estas dimensiones. En cierto modo creía que si permitíamos que los mercados funcionaran solos, los países lograrían desarrollarse. Eso no ha sucedido y nunca antes sucedió. Sin embargo, se alentó o se obligó a los países a centrar la atención en un programa económico restringido y por ende equivocado, y de esa manera se perdieron de vista los objetivos más amplios de la reforma social, en la que habrían tenido mayor relieve la reforma agraria, la educación y los derechos políticos y económicos.
Hoy en día reconocemos la estrecha vinculación que existe entre los procesos económicos, sociales y políticos. Se examinan abiertamente los problemas que plantean los distintos regímenes políticos. Sin embargo, no se ha prestado la debida atención al papel que desempeñan las políticas, incluidas las políticas económicas, en la configuración del régimen político, ni a las repercusiones que tuvo en el proceso político la manera en que se impusieron las reformas. En Rusia, algunos impulsaron la idea de la privatización rápida, sin preocuparse por la forma en que se haría, en la ingenua convicción de que, una vez que el Estado renunciara al control de los derechos de propiedad privada, prevalecería el imperio de la ley. Ello no sucedió, como era de prever. No fue Rockefeller quien promovió las leyes antimonopólicas a fines del siglo XIX, y no ha sido Gates el que ha preconizado la aplicación efectiva de dichas leyes hoy en día. Ha sido, y sigue siendo, la clase media la que ha apoyado con mayor ahínco el imperio de la ley, y ha sido la clase media la que ha sido devastada por algunas de las políticas del Consenso de Washington. Si el desarrollo es en efecto la transformación de la sociedad, debemos reflexionar cuidadosamente sobre lo que entraña esa transformación y pensar en el modo de promoverla más eficazmente. La agenda de reforma neoliberal ni siquiera logró sus objetivos más limitados de promoción del crecimiento. Al pensar en las medidas que deberían reemplazarla, es preciso que nos alejemos de la visión estrecha en que se inspiraba ese programa. Al reformar la agenda económica, tendremos que ubicarla dentro del contexto más amplio en que debe morar.

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