ESPECTáCULOS › EL ROCK Y EL POP VIVIERON UN AÑO POR DEMAS DIFICIL, PERO ¿QUIEN NO?

Flores que brillan en los tachos de basura

La industria del disco registró una caída de ventas del 55%. Los artistas extranjeros casi que brillaron por su ausencia. Los que pusieron el pecho fueron los músicos, que interpretaron la crisis como un estímulo para hacer .

 Por Eduardo Fabregat

Podrá tener un olor apocalíptico, pero las cifras no dejan mayor margen de maniobra: en lo que hace a la actividad del pop & rock en la Argentina, 2002 fue un año catástrofe. Valen un par de números fríos, helados: Buenos Aires, que hasta no hace tanto era –junto a Brasil– la plaza más importante de Sudamérica, recibió apenas una docena de visitas internacionales de cierto relieve, y solo dos realmente masivas (Roger Waters y Red Hot Chili Peppers). La industria discográfica, en caída libre desde 1998, se hundió en el sótano, con menos de cinco millones de unidades vendidas, un 55% menos que el año pasado. Y si se tiene en cuenta que este guarismo integra discos de artistas extranjeros, música clásica, popular argentina y música “en español” (lo que significa un amplio rango de artistas que nada tienen que ver con el rock), no cabe más que llegar a la conclusión de un coma profundo. ¿Mercado? Mercadito.
Esta temporada presentó un panorama que ningún gurú podría resolver. El joven público consumidor del segmento se encontró con los bolsillos más agujereados que nunca. La devaluación impulsó los costos de producción de grabaciones y espectáculos a la estratosfera, y convirtió los shows extranjeros en un agridulce recuerdo. Y, ante ese estado de las cosas, el Enemigo Nº 1 de la industria musical, la piratería, se hizo un festín: según fuentes oficiales de la Cámara de Productores e Industriales de Fonogramas y Videogramas (CAPIF), por cada cuatro discos legales que se venden hoy en Argentina hay seis copias truchas.
Pero mientras los empresarios (los mismos que sacaron partido de la fiesta menemista, fijando precios de venta por lo menos exagerados) agotan caja tras caja de pañuelos de papel, debe volverse a un concepto que no por repetido deja de tener vigencia: las cifras solo cuentan una parte de la historia. De no ser así, debería concluirse que lo más relevante de la temporada fue un invento televisivo llamado Bandana, que vendió 240 mil copias de su primer disco y 120 mil del segundo Noche (ventas que no forman parte de las cifras de CAPIF porque se trata de “productos especiales”, que utilizan vías de expendio como el kiosco de diarios o el supermercado). O que no hubo argentino que no vibrara al ritmo de “Aserejé” de Las Ketchup, ese non plus ultra de la bobería industrial que, reciclando el “Rapper’s Delight” que Sugarhill Gang grabó en 1979.1
Claro que los productos como Bandana/Mambrú o Las Ketchup son una herramienta habitual del mercado. La diferencia, en todo caso, es que el rock y pop menos complaciente perdieron más sustento económico, y fueron arrasados por el achicamiento. La potencia artística, se sabe, es otro asunto. Y allí es donde el año puede ser visto bajo otra luz, y las flores vuelven a brillar en los tachos de basura. Si la gran industria observa con terror el cuadro de los últimos cinco años y los sellos multinacionales combinan esfuerzos y reducen hasta los gastos de papelería, los independientes hicieron de su pequeñez una virtud, editando materiales interesantes y uniéndose en outlets itinerantes de resultados positivos. Todos, sin embargo, pudieron contar con aliados valiosos: los músicos, que en un momento que llamaba a enterrarse en un refugio antinuclear decidieron tomar el toro por las astas y salieron a tocar y tocar.
Así, 2002 fue el gran año de Bersuit Vergarabat y sus ocho funciones en Obras, y el asalto a River de La Renga, y la seguidilla de Los Piojos en el Luna Park (estos dos últimos, aprovechando cabalmente el silencio de Patricio Rey), y la formidable actualidad de Attaque 77 aquí y en el exterior, y la vigencia de Charly García (quien se apoyó en Influencia y su nueva banda para llenar el Luna y el Gran Rex), Luis Alberto Spinetta -que llegó, al fin, al Colón– o Fito Páez, quien abrió una nueva etapa artística con diez funciones en el ND/Ateneo. Pero también fue tiempo de cosecha para Babasónicos –tuvo su propio Luna Park–, y de trabajo ininterrumpido para Las Pelotas, Mimi Maura, Arbol, Los Ratones Paranoicos, Los Natas, Pequeña Orquesta Reincidentes, Karamelo Santo, La Favorita, Las Manos de Filippi, Carajo, La 25 y otra multitud de grupos que interpretaron la devastación reinante como un estímulo para hacer cosas. El compre nacional no fue exclusivo producto de la ínfima oferta extranjera, sino de la prepotencia de trabajo de los músicos argentinos, que están curados de espanto: los multitudinarios encuentros de Cosquín y La Falda, por ejemplo, fueron muestras de buena salud más allá de toda contingencia. Curtir el escenario, en un país que no posee distribuidores de discos en varias provincias, se convirtió en la mejor forma de mantenerse a flote.
Este mapa de una Argentina cacheteada hasta los ojos en compota por la seguidilla Corralito-Masacre de diciembre-caída de De la Rúa-Cinco presidentes en una semana-Duhalde-Devaluación y un largo etcétera, hace que las disquisiciones del planeta musical parezcan cosa muy ajena. El mismísimo monstruo de la producción, Estados Unidos, debió lidiar con su propia recesión pos 11 de setiembre. En todo el mundo impera un debate que tiene que ver con el total desbarajuste de las reglas conocidas, a caballo del uso generalizado de MP3 y quemadoras de CDs, la piratería organizada y un difícil debate sobre derechos de autor en el que ni los músicos tienen una posición definida y terminante. La pregunta es irritante pero lógica: ¿por qué de pronto la industria que durante años metió la mano derecha en el bolsillo del músico y la izquierda en el del consumidor, se volvió una ardiente defensora de “los derechos del músico”? ¿Son Andrés Calamaro, y REM, y John Frusciante (por citar sólo tres artistas que pusieron sus canciones a libre disponibilidad del usuario en la web) unos terroristas o están interpretando los nuevos vientos de difusión de música?
En los corrillos del Primer Mundo se asegura que el CD es un formato perdido, pero aquí abajo es todavía la forma habitual de consumo, tenga el sticker holográfico de la Federación Internacional de la Industria Discográfica (IFPI) o no. A través de los discos, entonces, el público local trató de mantenerse al tanto del pulso mundial, ya que a la hora del vivo sólo hubo margen para una noche inolvidable con Waters (contratado en tiempos del 1 a 1), una cita de honor con los Peppers –que dieron un show cuyo sonido ofreció las acostumbradas latosidades de una cancha de fútbol, pero eran los Peppers–, un demorado encuentro con Rita Lee, el aquelarre dance de Creamfields (la patria DJ tiene sus propias reglas) y poco más. Así, llegaron los rebotes del “nuevo rock” de grupos como The Strokes, White Stripes, The Vines o The Hives, junto a clásicos como David Bowie, Oasis, Bruce Springsteen o Sonic Youth y nuevos y apreciables experimentos de Morcheeba, Primal Scream, Weezer, Beck y Jon Spencer Blues Explosion.
Producir es un verbo difícil de conjugar en la Argentina catástrofe. Crear, en cambio, es un deporte que parece resistirlo todo. En un año unplugged de todo, artistas y público argentinos comprendieron, de manera más descarnada que nunca, que los valores del arte no pasan por esas cifras fabulosas del pasado, que hoy suenan como un viaje a Saturno. Así planteado el asunto, todavía parece tener sentido pararse en el desierto para ofrecer algo tan sencillo y a la vez tan potente como una canción.

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Un pasaje de la actuación en el Teatro Colón del abuelo rocker Luis Alberto Spinetta.
Este año hubo otra vez festivales, como en los 80, pero mucho menos entusiasmo
 
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