ESPECTáCULOS › “MIL AÑOS DE PAZ”, DE ROBERTO PERINELLI, EN EL TEATRO DEL PUEBLO

Una tragedia romántica en el burdel

La directora Laura Yusem pone en escena las tensiones entre la madama de un prostíbulo y una de sus pupilas, como una metáfora de la impunidad de los poderosos y el desamparo de sus víctimas.

 Por Hilda Cabrera

La “tragedia romántica” que cuenta el dramaturgo Roberto Perinelli se impone en principio por el carácter lúdico que manifiestan la madama Margarita y su pupila Pepita, y la sutileza con que se descubren los interiores de una habitación de burdel. Se trata, como lo dicen las mismas mujeres, de un lugar especial, el salón rojo del Pez de Oro, prostíbulo al que llegan –precedidos por los aspavientos de Pepita– un Conde y su hijo. La situación así planteada podría asemejarse a la de un vodevil, sólo que en este caso, y ya en los primeros tramos, se percibe que esa euforia esconde una confrontación. Esta impresión nace de detalles simples surgidos del texto o insertados en la puesta por Laura Yusem.
La directora sugiere aquí una atmósfera peculiar que anuda gozo y temor, pues hasta ese ámbito de placer a puerta cerrada llegan noticias de un mundo que por su violencia amenaza enturbiar la sabiduría erótica de la regenta y cortar la risa fresca e incontenible de la pupila. La propuesta del Conde parece inocente, y no resulta extraña si se piensa que la anécdota transcurre en un tiempo pretérito (quizá fines del siglo XIX o comienzos del XX). Plantea una situación relacionada –sólo en parte, como se sabrá luego– con el debut sexual de su primogénito y heredero. Una imposición resistida por el muchacho, cuyo aspecto es el de los tímidos a ultranza.
Un cortinado rojizo transparente divide transversalmente el espacio escénico de la pequeña sala Teatro Abierto, opacando con ese artilugio ciertas secuencias. La claridad con que se vean éstas dependerá de la butaca que el espectador ocupe en la platea, sea a uno u otro lado del amplio velo, que –necesario es aclarar– se descorre a veces totalmente, y aun desplegado no impide ver qué cosas suceden. Lo cierto es que ese ardid escenográfico potencia el costado brumoso de una historia que se ubica en otro tiempo y lugar. La pauta de ello viene dada por el vestuario y el título nobiliario del dueño de la comarca en que se encuentra el burdel. Sin embargo, los asuntos que trata la pieza pueden trasladarse al presente. Esa impresión la proporcionan los mismos personajes, que transponen con sus actitudes los límites temporales. Se los ve escurridizos y difíciles de encasillar, incluido el Conde, a quien, por lo que él mismo cuenta, se podría calificar de gozoso proveedor de sentencias de muerte.
Es ante este dueño de haciendas y almas, resuelto a enviar a sus enemigos a la prisión o a la horca, u ordenando que se los apalee a “bastonazos”, que Margarita opone sus habilidades de prostituta de fama y de señora que todo lo sabe. En la relación de estos adultos, el engaño parece no existir. La de ellos es la suficiencia de los experimentados, que creen conocer todos los embustes. De ahí en parte la dominación que intentan ejercer sobre los personajes jóvenes de esta intriga.
Lo que sucede fuera del salón rojo es también un acicate para el espectador. Este hallará pistas del asunto tanto en los diálogos como enlos breves y repentinos silencios. Lo notorio es, en todo caso, el gusto del Conde por apropiarse también de la risa y el dicharachero humor de las mujeres, a las que observa con cierto sarcasmo, el mismo que derrama al regañar a su hijo Jeremías, empeñado en mostrar un temperamento infantil.
Las escenas en las que prevalece el diálogo armonioso y ligero –acorde, por otra parte, con la velada placentera y despreocupada que busca el Conde para él y su hijo– son contrapunteadas con aquellas otras en las que una palabra fuera de contexto produce un giro en la acción. Esas secuencias son las que permiten urdir una trama paralela y descubrir algunas ambivalencias de los personajes. Los diálogos se tornan entonces elípticos: se alude a los amigos de Pepita, por ejemplo, pero sin decir quiénes son, ni se sabe si esa noche llueve o no realmente. Sin embargo, algo deja entrever Margarita cuando deduce que si llovizna es porque “llora el cielo” y sucedieron muertes.
En el papel de la madama, la actriz Marta Degracia logra su más acabada expresividad en el gesto final de afecto por la pupila, en tanto el actor José María López se destaca componiendo a un Conde cruel y desenfadado, mordaz y escéptico. El viaje iniciático de Jeremías, para quien su padre anhela un maratón erótico, se cumple aquí de modo singular. Ese itinerario es recorrido por Gabriel Maresca, eficaz en su rol, como la vital Nuria Córdoba en el de la pupila. Especie de crónica de lo subterráneo (por las transformaciones que ocurren en los personajes), Mil años de paz abre camino a otras historias. La escena con la que finaliza la obra es ejemplo de esa apertura, e incluso de acercamiento al presente, tanto por su profunda y sobria emotividad como por ser retrato de una realidad: la de la impunidad de los poderosos y el desamparo de sus víctimas.

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Las servidoras y sus clientes, en un microclima enrarecido.
 
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