ESPECTáCULOS › NUEVA PUESTA DE OPERA DE MASSENET EN EL COLON

Los misterios del caso “M”

 Por Diego Fischerman

Manon, de Massenet, es una ópera bastante pobre con algunos momentos extraordinarios, como el segundo cuadro del tercer acto, donde un fugato que alude al mundo eclesiástico se funde con el dúo de amor de la histérica joven y el caballero Des Grieux, ahora abad. En el libreto no se entiende por qué ella permite que una conspiración lo aleje de su lado, en pleno fulgor amoroso, pero queda claro que, cuando se entera de que tomará los hábitos acude pronta a tratar de reconquistarlo. De todas maneras, no es el rigor teatral ni la coherencia dramática de un libreto lo que viene sosteniendo el culto de los operómanos sino, a veces a pesar de las óperas mismas, la belleza de la voz humana y algunas arias maravillosas en las que encuentra un campo fértil para el lucimiento. Y en ese sentido, el luminoso protagónico de Paula Almerares, en la versión que acaba de estrenarse en el Colón, es capaz de colmar todas las expectativas. Timbre homogéneo y cálido, aun en los sobreagudos, afinación segura y un fraseo tan preciso como expresivo, hacen de su Manon una de las mejores posibles. La puesta de Angela Zabrsa, con una escenografía realizada en 1970 por Jacques Dupont, no abunda en novedades y se limita a poner a los cantantes en un espacio que remeda la pintura francesa romántica de fines del siglo XIX, trabajando sobre todo los desplazamientos simétricos. La coreografía de Jorge Amarante, prolijamente interpretada, es decorativa y funcional en la escena del baile (infaltable en las óperas francesas). Un elenco irregular, en el que se destaca el muy buen Bretigny de Hernán Iturralde y el correcto trío femenino conformado por Laura Rizzo, María Bugallo y Alicia Cecotti, tuvo en Omar Carrión un esforzado Lescaut y en Eduardo Ayas, a pesar de un timbre poco grato y de la afinación vacilante (sobre todo cuando no canta fuerte), un Des Grieux decoroso. No fue el caso de Mario Solomonoff, en un Conde Des Grieux totalmente fuera de sus posibilidades, ni los de Guido De Kehrig y Jorge Giabbaneli (como dos guardias) y Nuritza Kassapian (la sirvienta), cuyas carencias vocales resultaron notorias a pesar de la brevedad de sus papeles. La orquesta, floja y con desajustes importantes (aunque no tan flagrantes como los del coro) fue dirigida con conocimiento del estilo por Reinaldo Censabella.

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