ESPECTáCULOS › “DIVORCIO A LA FRANCESA”, CON EL SELLO DE JAMES IVORY

Los encantos de una antinomia

Con un tono liviano, el film de Ivory propone una suerte de petit vaudeville, para reírse de los clichés que tanto franceses como estadounidenses han construido a lo largo de décadas de equívocos y tensiones.

 Por Luciano Monteagudo

En un medio siempre tan cambiante y tan afecto a las modas, es sencillamente notable la manera en que el trío integrado por el director James Ivory, el productor Ismail Merchant y la guionista Ruth Prawer Jhabvala ha logrado preservar, desde hace casi cuarenta años, una misma línea de trabajo y una fidelidad indoblegable a una serie de temas y preocupaciones que han hecho suyos y que ya les son intransferibles. A la manera de la literatura de Henry James, de quien el equipo Ivory/Merchant/Jhabvala hizo dos de las más logradas trasposiciones al cine (Los europeos y Amarás a un extraño), se diría que la obra de este peculiar, inalterable equipo se ha especializado en reflejar –no sin ironía– los malentendidos entre culturas, las pequeñas y también las grandes diferencias con que suelen mirar el mundo dos sociedades distintas entre sí, aunque a veces compartan un mismo idioma.
Esto es así desde que el trío se dio a conocer en 1965 con Shakespeare Wallah, la historia de una compañía teatral británica que evolucionaba a través de los caminos polvorientos de la India, y ha continuado –con variaciones y abrevando de las más diversas fuentes (desde E. M. Forster hasta Kazuo Ishiguro)– a lo largo de toda su filmografía, que incluye algunos títulos de poderosa repercusión comercial, como Un amor en Florencia (1987), con ese heterogéneo grupo de ingleses extrañados en el tórrido verano italiano, y La mansión Howard (1992) y Lo que queda del día (1993), donde Ivory se concentraba en las diferencias entre las distintas clases sociales de una misma cultura.
Con un tono mucho más liviano y festivo que esos antecedentes, Divorcio a la francesa propone una suerte de petit vaudeville, muy burgués, tolerablemente reaccionario, pero sin duda eficaz en la manera de reírse de los clichés que tanto franceses como estadounidenses han construido unos sobre otros a lo largo de décadas de equívocos y tensiones (que este film salga a la luz en uno de los momentos de mayor desentendimiento entre ambos países, a raíz de la invasión norteamericana a Irak, es puramente casual pero no hace sino agregar algo de pimienta al asunto). Como es habitual en el trío, el guión parte de una novela, en este caso –y a diferencia de orígenes con más prosapia– de un best seller de Diane Johnson, que reúne media docena de personajes, representando a cada uno de los bandos en pugna.
De un lado del ring están los Walker, una familia de gente progre y biempensante de Santa Barbara, California. Allá en casa, el profesor Walker y señora (Sam Waterston, Stockard Channing) están preocupados por su hija Roxeanne (Naomi Watts), poeta sensible que siguió la ruta de muchos de sus ilustres predecesores y decidió radicarse en París, donde se casó con un imprevisible pintor francés (Melvil Popaud), con quien tuvo una hija. Tan imprevisible el hombre que, cuando empieza la película, Roxeanne está siendo abandonada por su esposo, sin explicaciones y con otro hijo en camino. Ese es el cuadro con que se encuentra súbitamente Isabel (Kate Hudson), la hermana menor de Roxeanne, que llega a París como corresponsal de sus padres. Pero la enviada californiana no tardará en quedar seducida por París y hasta por la aristocrática familia De Persand, a la que pertenece su cuñado (o ex cuñado).
Al frente de ese matriarcado está una espléndida Leslie Caron, que dicta clases de buenas maneras y comportamiento social desde su cama, que parece la de una cortesana anterior a la Revolución Francesa. Y como principal representante del esprit de la familia De Persand la película cuenta con Thierry Lhermitte, en la piel de un político conservador que no tiene problemas en justificar la guerra apoyado en dudosos argumentos morales y religiosos, pero que a la vez cultiva con la mayor elegancia el adulterio, como si fuera una de las bellas artes. Que su presa más fresca sea la recién llegada Isabel no hará sino complicar unas relaciones ya de por sí confusas y tirantes.
La película va acumulando quizá demasiados personajes en poco tiempo, como esa suerte de Gertrude Stein que compone Glenn Close y que le sirve de espejo a Isabel; o ese marido despechado a cargo de Matthew Modine, de quien la película podría haber prescindido sin que afectara su desarrollo (al contrario, lo hubiera clarificado). Pero más allá de sus alzas y bajas, y aun considerando que esta película es claramente inferior a La hija de un soldado nunca llora (1998), donde Ivory ya había explorado –mucho más en profundidad– el comportamiento de los norteamericanos en París, Divorcio a la francesa tiene un raro encanto anacrónico. Lejos de cualquier moda y sin afán de moralizar, este divertimento hace de su declarada frivolidad su mejor argumento y termina celebrando todos y cada uno de las desacuerdos –empezando por los más estereotipados– que hacen interesante ese diálogo de culturas. Algo así como volver a decir, una vez más, Vive la différence!

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Más allá de sus alzas y bajas, Divorcio a la francesa tiene un raro encanto anacrónico.
 
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