ESPECTáCULOS

Demasiado viejo para el rock and roll, demasiado joven para morir

Desde los ‘60, Jethro Tull supo mantener su personalidad sin caer en la parodia. Esta es su tercera visita, para un público fiel.

 Por Diego Fischerman

En junio de 1978, Simon Frith, uno de los musicólogos más importantes de la actualidad, escribía para una de las mejores revistas de rock existentes, Creem. Y allí entrevistaba a Ian Anderson. Empezaba diciendo que Jethro Tull nunca le había gustado, que la mujer de Anderson le había contado que no llevaba a su pequeño hijo a las giras porque “no entiende lo que hace papi” y que a él le pasaba exactamente lo mismo que al hijo de Anderson: no lo entendía. Entonces, le pedía: “Ayúdeme a ser un fan”. La respuesta de Anderson era casi previsible: “No tengo la menor idea de por qué Jethro Tull les gusta a sus fans”.
Más de una vez, el fundador, compositor y factótum de Jethro Tull habló de la importancia que para él tuvo el primer disco de Pink Floyd, The Piper at the Gates of Dawn. Y allí completaba: “Estilísticamente, siempre pensé que no podíamos ser un grupo heavy, de riffs, porque Led Zeppelin eran los mejores del mundo; no podíamos ser un grupo de rock’n’roll y rhythm & blues porque los Stones eran los mejores del mundo; y que no podíamos ser esa leve clase de ciencia ficción feérica y aérea, sintetizada por locos, porque Pink Floyd eran los mejores del mundo. Así que, ¿qué nos quedaba? Seguir haciendo lo que siempre hicimos. Llenar los agujeros que dejan los otros”. Que el grupo, cuyo primer disco es de 1968, aún exista y que lo haga sin haber caído ni en la autoparodia ni en la traición estética, es una prueba, en todo caso, de que la música de Jethro Tull –más allá de su funcionamiento generacional, de cómo circulaba en los comienzos de la década de 1970 y de cómo formó parte de esa vaga bolsa de gatos a la que todavía se llama “rock progresivo”– sobrevivió como tal.
Hoy, el grupo llega por tercera vez a Buenos Aires para actuar esta noche, mañana y el jueves 25 en el Gran Rex. Junto a Anderson estará Martin Barre en la guitarra (como desde Stand Up, su segundo álbum, de 1969). En teclados y batería estarán los mismos que en las visitas anteriores –en 1993 y 1996–, Andrew Gidings y Doane Perry, y el bajista, Jonathan Noyce, ya estuvo en la última. La presencia de Jethro Tull pone en escena, eventualmente, junto a su individualidad artística (su manera de “llenar agujeros dejados por otros”, según ellos), la inexistencia de un cuerpo teórico eficaz para entender qué sucedió con la música de tradición popular durante el siglo XX. Si bien es cierto que nada de lo ocurrido con el rock puede leerse sin el telón de fondo de los movimientos sociales y generacionales de la posguerra, también lo es que, musicalmente, no todo lo que pasó en ese ámbito tuvo el mismo valor. De hecho, mucha de la música que fue fundamental en la conformación de identidades en las décadas de 1970, 1980 y 1990, no logró trascender esas funcionalidades. La propia idea de “rock sinfónico” es una de las pruebas de hasta qué punto las categorizaciones todavía vigentes en el mercado tenían que ver con posicionamientos políticos y no con cuestiones del propio lenguaje. Nada unía a Emerson, Lake & Palmer, Genesis, King Crimson y Jethro Tull salvo, tal vez, una cierta idea acerca de que el rock estaba llamado a ser la nueva música para ser escuchada. Es decir, que ocuparía (cosa que, efectivamente, hizo) para el público consumidor de arte el lugar que en el siglo XIX había ocupado la música de tradición escrita.
Fuera de este rasgo en común –que tiene más que ver con la circulación que con el lenguaje en sí mismo–, Jethro Tull escapó de los rasgos más frívolos del llamado “rock sinfónico”. En particular, de su coqueteo con la música clásica y la relación con la supuesta legitimación que ese coqueteo le otorgaba. Un ejemplo claro es, justamente, el uso de un instrumento propio de la tradición clásica, la flauta travesera, de una manera muy poco clásica, que la acercaba al universo de los riffs y a una función casi percusiva. Y, de un modo aún más transparente, la manera en que se acercaron al repertorio clásico. Cuando tomaron un tema provenientede esa tradición –la Bourée de la Suite en Mi menor para laúd de Johann Sebastian Bach– en lugar de hacer lo que hubieran hecho Keith Emerson o Rick Wakeman (tratar de parecer clásicos) llevaron a Bach hacia su propio lenguaje. Esa Bourée incluida en Stand Up es no sólo un tema de Jethro Tull sino, precisamente, el tema en el que Anderson fija su vocabulario en la flauta.
Benefit, Aqualung, Thick as a Brick, A Passion Play y Warchild conforman un conjunto de obras que, más allá de su utilización de las formas grandes, a la manera de la suite aunque con recurrencia de motivos que iban desarrollándose de manera diferente a lo largo de las composiciones, más que como “sinfónicas”, siempre sonaron como una ampliación de los mundos sonoros del blues y los folklores de las Islas Británicas. Anderson, además un excelente guitarrista que, a lo largo de su carrera, fue incorporando a su arsenal flautas de madera de diverso origen y whistles irlandeses, también fue depurando su técnica y enriqueciéndola con recursos como el uso de glissandi. Barre sigue siendo el guitarrista magnífico de siempre. Y la estética del grupo sigue circulando alrededor de la supuesta contradicción que, con ironía, ya planteaba en 1976: “Demasiado viejo para el rock and roll, demasiado joven para morir”.

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Ian Anderson es la figura central de un grupo en actividad desde 1968.
 
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