ESPECTáCULOS

La búsqueda del poder y sus efectos colaterales

La pieza teatral La hija del aire, adaptación de Jorge Lavelli de la obra de Pedro Calderón de la Barca, muestra a la actriz española Blanca Portillo en un notable desdoblamiento escénico.

 Por Hilda Cabrera

El personaje Ninias pregunta a Chato: “Dime, ¿cómo estás tan viejo y tan pobre?”, y éste responde: “Como sirvo...”. A lo que el príncipe promete: “Yo me acordaré de ti”, y el vasallo esperanzado comenta: “Y yo diré, si me miro/ medrado, que como hay/ un diablo a otro parecido,/ un ángel a otro también”. En este sencillo y breve diálogo se encuentra el nudo (que tampoco es el único) de la comedia y del drama que, entre apartes al público y algunas bromas visuales o intercaladas en el texto, tensa la historia de la pictórica y ágil adaptación de La hija del aire en la Sala Martín Coronado, cuyo escenario permite un montaje como éste, de grandes dimensiones e interpretaciones simultáneas en distintos niveles. Madrileña “del Madrid de la Puerta del Sol”, porque también sus abuelos eran de esa ciudad que en lo esencial sigue siendo “corte y villa”, la actriz Blanca Portillo realiza un trabajo excepcional componiendo los protagónicos de esta segunda parte de La hija..., de Pedro Calderón de la Barca, uno de los prolíficos y emblemáticos autores del Siglo de Oro español, autor de la célebre La vida es sueño. Portillo se trasmuta con maestría: es tanto la reina Semíramis de Babilonia (hija de humano y diosa, abandonada y protegida por un casal de palomas) como el hijo de ésta, Ninias, el mismo del diálogo que se transcribe al comienzo de esta nota. En ese encuentro, interpela a un ex soldado y sirviente que jugaba con él cuando niño. Simplificando la anécdota, podría decirse que Semíramis es quien se apropia del poder a cualquier costo: tirana y vengativa, cumplirá “su destino”, aunque en ese afán “se despeñe del más alto puesto”.
Sus arrebatos y conquistas desencadenarán “las más sangrientas batallas que vio el Eufrates”. Ninias, el príncipe heredero a la muerte del padre y considerado necio por la ambiciosa madre, se muestra, por el contrario, exageradamente magnánimo. Los caracteres opuestos (subrayados también aquí con el comportamiento de los hermanos Licas y Friso) se constituyen en elementos decisivos de una trama en la que abundan la ironía fina y la sorpresa. Existe de todas formas un hilo conductor, como se advierte en los “apartes” de los personajes al público y en la caprichosa resolución de las intrigas. Se avizora incluso el triunfo de las acciones animadas por un pensamiento justo. Quizás se deba a un código de la época o una forma de convertir en divertimento al drama. Es posible, por lo tanto, que el espectador que disfrute de este tipo de teatro descubra la “voz” del autor en por lo menos uno de los personajes sobre los que pivotea la fábula. La obra no se aparta en este punto de otras del Siglo de Oro español. Tampoco de los enredos amorosos al estilo, por ejemplo, de El perro del hortelano (el que no come ni deja comer), de Lope de Vega, obra trasladada al cine por la directora española Pilar Miró, donde además actuó Portillo.
Como Semíramis y Ninias, los personajes de Licas y Friso diseñan un contrapunto que impulsa la acción: “Vamos por dos caminos,/ tú verás en el fin de ellos...”, sermonea Licas. Friso sólo apunta “¿Qué?”, para que su hermano continúe el discurso: “Que es mejor el mío,/ pues que lleva la razón/ de su parte”. No hay pues coincidencia entre hermanos. De ahí que Friso retruque: “Ese es delirio./ Ten tu razón, yo fortuna,/ y verás que no te envidio”.
Guerreros, damas de compañía, consejeros, criados y músicos van conformando un entorno que, en su diversidad, se constituye en vistoso marco de una historia que el director Lavelli desarrolla ofreciendo cierta libertad a los intérpretes: los casos más notorios son los de Cutuli, Pompeyo Audivert y Gustavo Böhm. A los elementos extraídos del teatro clásico barroco, los actores y actrices incorporan acciones tomadas del género bufo, de las marionetas y otros. El desempeño del elenco, adiestrado por especialistas de la voz y la acción física (Neli Saporiti y Diego Starosta), resulta atractivo a la vez que riguroso. Una excepción es la composición de quien la noche del estreno interpretó a Irán, hijo de Lidoro, rey de Lidia. Asunto que, viniendo de un creador como Lavelli, se parece a un chiste sobre las torpezas de una educación militarista. En todo caso, las “bromas”, como los cambios de roles y disfraces (éstos ya presentes en las obras de Calderón), subrayan absurdos y se convierten en crítica de los favores que otorga en ocasiones el poder, incluidas las licencias eclesiásticas.
La incidencia del poder en el ánimo de quien lo detenta es resumida cínicamente por la misma Semíramis, disfrazada de Ninias: “Quizá no soy el que fui;/ que el reinar da nueva alma”. La suya es la locura de los mesiánicos. Como semidiosa, su fiereza adquiere un tinte heroico al aceptar que siendo “hija del aire” deberá desvanecerse en él.

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Blanca Portillo es Semíramis, la vengativa reina de Babilonia.
 
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