ESPECTáCULOS › MAS ANUNCIOS DEL DIRECTOR DEL TEATRO COLON

En busca de un perfil para la política musical de la ciudad

En su anuncio de títulos para dentro de dos años, Capobianco buscó compensar la falta de interés de la temporada 2005.Habrá óperas de Villa-Lobos, Henze, Ginastera y Monteverdi.

 Por Diego Fischerman

En junio de este año, Tito Capobianco asumió como director general y artístico del Teatro Colón. Sobre el final del año y habiendo ya anunciado las temporadas de ópera y de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires para 2005, dio a conocer los títulos de las óperas que se programarían en 2006, en el marco de un brindis de fin de año realizado en la Embajada de Brasil. Más allá de algunos datos auspiciosos –presencia de títulos novedosos dentro del panorama del repertorio internacional y de un compositor latinoamericano como Heitor Villa-Lobos–, la pregunta es por qué fue realizado ese anuncio, sobre todo teniendo en cuenta que esta lista de títulos, al no acompañarse con elencos tentativos ni propuestas de régie, es poco más que un enunciado de intenciones. Y la respuesta tiene que ver con la constatación del decepcionante sabor dejado apenas unas semanas antes por una de las temporadas menos atractivas de las últimas décadas y la necesidad, entonces, de compensarlo de alguna manera.
En los planes para 2006 aparece una apertura de temporada con Don Rodrigo de Ginastera, el estreno de Yerma de Villa-Lobos, de L’Upupa de HansWerner Henze –presentada el año pasado en el Festival de Salzburgo y, recientemente, en el Real de Madrid– y de Il retorno d’Ulise in patria de Claudio Monteverdi, junto a una obra rara vez representada –Hamlet de Ambrose Thomas–. Datos de un verdadero esfuerzo de actualización que deben leerse junto con esa suerte de defensa que Capobianco esbozó en el brindis, en relación con la temporada sinfónica. “En todos los casos se buscaron obras que hiciera más de tres años que no se tocaban en Buenos Aires”, fue el argumento con el que difícilmente pudieron justificarse conciertos tan poco imaginativos como el que ofrecerá en una misma noche la Sinfonía Nº 2 de Beethoven y la Nº 1 de Brahms, con la dirección de Theo Alcántara. Este director de antecedentes modestos es asesor de Capobianco (ya había trabajado con él en Pittsburgh), fue designado como director principal de la Filarmónica y, además de haberse reservado para sí siete de los veinte conciertos de abono, es el principal responsable de la programación. Con varios ex colaboradores de sus años en Estados Unidos recientemente designados, Capobianco cultiva, por un lado, el gusto por los parlamentos grandilocuentes (la pregonada autarquía del teatro) y por proyectos faraónicos como la controvertida reforma edilicia que reemplazaría una pared de mampostería, lateral al escenario, por una de metal, con imprevisibles consecuencias acústicas, a cargo del mismo arquitecto que hará la escenografía, durante los próximos tres años, de lo que queda de la Tetralogía de Wagner. Y, por el otro, propone una programación sin grandes nombres y, sobre todo, sin criterios claros, que puede ir sin dificultad –y según soplen los vientos– de los títulos más tradicionales a las últimas novedades del mercado europeo.
Si el Colón no existiera y se hiciera un análisis de la realidad cultural porteña actual, a nadie se le ocurriría construirlo, destinarlo a la ópera y el ballet e invertir en su mantenimiento 50.000.000 de pesos anuales –sumados a los 10.000 dólares mensuales que cobra su director y a las importantes cifras que se le abonan a sus colaboradores inmediatos–. Pero el Colón ya está ahí. Fue inaugurado en 1908, cuando el Estado no sentía ninguna culpa por funcionar sólo para los ricos y cuando, por añadidura, a una gran cantidad de pobres –entre quienes había muchos inmigrantes italianos– también les gustaba la ópera, que por ese entonces era, sin discusión, el gran entretenimiento artístico contemporáneo.
Si el objetivo del Colón sólo fuera dar satisfacción, mediante un subsidio pagado por toda la población, a los 5000 fanáticos de la ópera tradicional que hay en Buenos Aires (aun si se lo hiciera con gran calidad, lo que en este momento no sucede), el costo sería excesivo. Si el Colón sirviera para dar cabida a la creación cultural (y no sólo al consumo), a nuevos compositores, nuevos repertorios, nuevas apuestas teatrales y nuevos públicos, la existencia del Colón –y lo que sale mantenerlo, más allá de posibles correcciones que pudieran hacerse en ese rubro– podría tener sentido. Por eso, la claridad del proyecto cultural en el que el Colón se inscriba resulta esencial. Hay cosas a las que una sala con sus características no puede apostar –ser como el Covent Garden o como el Festival de Bayreuth, por ejemplo– y hay cosas a las que sí. El Colón podría ser, en un plazo no demasiado largo, un teatro competitivo a nivel internacional. Podría tener una buena orquesta y un buen coro de ópera. Podría convertirse en un polo de irradiación de la música sudamericana. Sus programas sinfónicos podrían dar lugar a los buenos compositores locales –Gandini, Tauriello, Ginastera, Juan José Castro, Kröpfl, Kagel, Rainieri, Delgado, Panisello, Cancián, Simoniello, por sólo nombrar algunos– y a autores como el cubano Amadeo Roldán o el mexicano Silvestre Revueltas. Y, con algo de disciplina en sus venerados talleres, el Colón podría convertirse en un centro de exportación. El Colón podría apostar a esas cosas o, tal vez, a otras. Sería imperdonable, en cambio, que el Colón no apostara a nada. O, peor, que se apostara al “como si”. A que las olas no asomaran por arriba de la muralla que separa el mundo de la ópera de la sociedad y a que, simplemente, pareciera que funciona.

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Tito Capobianco asumió en junio al frente del Colón.
 
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