ESPECTáCULOS › J. M. BARRIE Y SU
AMISTAD CON LOS NIÑOS LLEWELYN DAVIES

El extraordinario enigma de la niñez

 Por Rodrigo Fresán

¿Sir James Matthew Barrie habrá leído Drácula, de Bram Stoker? En todas las biografías que investigué para la escritura de Jardines de Kensington no aparece evidencia alguna al respecto; pero –de ahí que en mi novela mi Barrie lea la muerte y vida del Nosferatu más célebre– no me parece imposible que así haya sido. Drácula fue un escandaloso libro de moda en la sociedad del Londres victoriano y –antes o después de todo– el conde transilvano tiene más de un punto en común con Peter Pan: dos hijos de la eternidad que descienden desde los oscuros cielos de lejanos territorios y que se nutren de la energía de los jóvenes mortales, dos parias fuera del tiempo y del espacio resistiéndose con pasión anárquica y apocalíptica al orden establecido. Esta sintomatología común se vuelve todavía más poderosa al inspeccionar la figura del vampírico J. M. Barrie: alguien que sufría por la idea de abandonar la infancia y crecer y ser parte del mundo de los adultos; alguien que –apenas superando el metro y medio de estatura– prefería rodearse de niños y rodearlos a ellos.
Su entonces polémica pero inocente e infantil relación con los hermanos Llewelyn Davies –que la película de próximo estreno Finding Neverland de Marc Forster retoca, dulcifica y falsea en exceso pero, también, convierte en la coartada perfecta para otra poco ortodoxa actuación de Johnny Depp– es una de las más extrañas love stories jamás vividas y contadas.
Una de esas tramas misteriosas que, en realidad, parecen nutrirse de mitos más antiguos que el hombre y que, por lo tanto, nunca dejarán de proyectarse hacia el futuro. Un secreto clásico detrás de un clásico universal que acaba de cumplir los cien años desde su estreno en el teatro (cabe apuntar que en realidad el personaje de Peter Pan aparece por primera vez en 1902, en la extraña novela de Barrie titulada The Little White Bird), justo por las fechas en que se prepara el estreno del teatral juicio a otro tipo raro y sin edad, a otro habitante de otra Neverland: Michael Jackson.
Una cosa está clara: dime qué leíste en tu infancia y te diré en qué te convertiste. El tiempo nos dirá, claro, en qué modo la magia de Harry Potter marca ahora el futuro cada vez más cercano de nuestros días y de nuestras noches.
Mientras tanto y hasta entonces, la vigencia de Peter Pan adentro y afuera del escenario o del libro no debe sorprender a nadie. Como artefacto dramático es perfecto: desborda efectos especiales; frases célebres como “Todos los niños, menos uno, crecen” y “Morir sería una aventura terriblemente formidable”; su alegría aventurera involucra a grandes y a chicos; inventa la audience participation (esa antológica escena donde se le pide al público que aplauda para así salvar a Tinker Bell); y al mismo tiempo produce reflexiones cuya potencia y peso trascienden las de una obra supuestamente “ligera”. Como Gran Tema su alcance es universal y nos golpea a todos con una carcajada o nos mastica con mandíbula de cocodrilo. Si se lo piensa un poco, Peter Pan es tan importante y decisivo como Hamlet. La diferencia está en que mientras uno se pregunta aquello de “ser o no ser”, el otro lo cambia por un “crecer o no crecer”.
El joven príncipe de Shakespeare todavía está buscando la respuesta.
El niño rey de Barrie la encontró enseguida.

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