ESPECTáCULOS › OTRA VUELTA, UNA NOTABLE OPERA PRIMA DE SANTIAGO PALAVECINO

Disimulo en blanco y negro

Filmada en Chacabuco e inspirada en Haroldo Conti, la película no se queda en lo autorreferencial y construye mundos atractivos y creíbles. Entre copas permite más de una alegoría sobre el buen vino.

 Por Horacio Bernades

Una película sobre la vuelta a casa. Sobre las relaciones entre cine, vida y literatura. O tal vez sobre el paso del tiempo y sus peores efectos. Pero también un ajuste de cuentas con los datos de la propia biografía, con la ciudad natal y su gente. Parecería que Otra vuelta, ópera prima de Santiago Palavecino (Chacabuco, 1974), contiene demasiadas películas. Sin embargo, es tal la llaneza del film de Palavecino, tan sostenida su resistencia a todo exhibicionismo, que lo último que podría decirse de Otra vuelta es que se trate de la clásica opera prima a la que sus desmesuradas ambiciones desbordan.
Hay una obvia autorreferencialidad –aunque la palabra suene tremendamente pomposa para una película que hace de la discreción su mayor obstinación– en el hecho de que el protagonista, Sebastián Pagani (Juan Ignacio Marsiletti, otro nativo de Chacabuco), sea un cineasta que vuelve a su ciudad natal, en preparación de su debut. Las propias iniciales y hasta un inocultable parecido físico entre actor y realizador no hacen más que fomentar la presunción. No se espere de Otra vuelta, sin embargo, un nuevo caso de película ombliguista, en la que el realizador elige un alter ego que lo deje bien parado. Muy por el contrario –y como sucedía en ¿Sabés nadar?, de Diego Kaplan–, parte de la singularidad de Otra vuelta es el grado de distancia crítica, hasta de impiedad, que el cineasta le impone a su doble.
El Pagani de Otra vuelta no sólo vive ocultando o disimulando lo que piensa, sino que obtura además, sistemáticamente, todo asomo de emoción. Y vaya si debería sentirse sacudido: uno de los motivos del regreso es reencontrarse con sus viejos amigos, con el objeto de sondear las circunstancias en las que uno de ellos acaba de suicidarse. El otro motivo, queda dicho, es confrontar el deseo de filmar una película con las huellas del propio pasado. La película que Pagani quiere filmar es una versión de un cuento de Haroldo Conti, que en muchos de sus relatos supo convertir a Chacabuco en todo un mundo literario, en buena medida alimentado por los datos de la realidad. El cuento en cuestión es Noche perfumada, y no deja de ser una reiterada ironía que todos aquellos con quienes Pagani se cruza le pregunten, una y otra vez, “¿por qué Noche perfumada?”
Pagani jamás responderá, como tampoco lo hace ante otras preguntas o reproches, en lo que podría ser tanto un gesto de soberbia como de autoprotección, frente a lo que aparece como una radical e insuperable incomunicación. Esta última signa varios de sus encuentros. Sobre todo el que sostiene con María, novia del amigo suicidado (Valentina Bassi), además de los que libra con Federico, un amigo a quien le han diagnosticado esquizofrenia (Federico Esquerro, el hijo del Rulo en Mundo Grúa) y con una chica de secundario (Nazarena Smit). A la que –da toda la sensación– el muerto se quería levantar, posando de artista más o menos maldito y atribuyéndose –faltaba más– la autoría de La tempestad, de William Shakespeare. En este contexto teñido de pérdida y decepción –que varios escenarios desmantelados no hacen más que extender a la ciudad entera– no es raro que el único afiche cinematográfico que el protagonista luce en la pared del viejo cuarto familiar sea el de Desde ahora y para siempre, cuyo título original (como el del relato de James Joyce en el que se basa) no es otro que Los muertos.
Pero Otra vuelta no es, por suerte, una película que abuse de la referencialidad. Hay una palpable vinculación con el mundo físico, el de las sensaciones, al que Palavecino tiende con esmero. Esto queda expuesto de entrada, cuando la cámara se detiene, con toda delectación y ningún apuro, en el proceso de liado de un cigarrillo a cargo del protagonista. Y se prolonga más tarde en el armado casero de fuegos artificiales, lo cual tiene una estrecha vinculación con la ficción del cuento de Conti. Pero también puede percibirse este recurso a la fisicidad en el modo con que María se lava el cabello, en una pileta, durante su encuentro con Sebastián. Un momento arrancado a la más crasa cotidianidad, que curiosamente el cine no suele mostrar.
Fotografiada por Fernando Lo-cket en un blanco y negro teñido de húmeda melancolía, con algunos quiebres musicales y temporales alla Godard, planos en negro a través de los que parecería colarse la ausencia misma y un notable Roberto Carnaghi componiendo un personaje a la vez real y ficcional, Otra vuelta finaliza con la constatación de una decepción. Y la consecuente decisión, por parte del protagonista, de convertir los últimos recuerdos del muerto en material explosivo. Literalmente. Con un estallido de fuegos artificiales se cierra la ópera prima de Palavecino, en una última vinculación entre el cuento (de Conti) y la vida (de Pagani).
A diferencia de su alter ego, Palavecino ha logrado concretar su ópera prima, y ésta mueve a aguardar la próxima (ya en gestación) con la certeza de que al cine argentino le ha surgido un nuevo nombre a seguir.

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El debut de Palavecino lo convierte en un nombre a seguir del nuevo cine argentino.
 
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