ESPECTáCULOS

“Ya nadie puede darse el lujo de pasearse borracho como Hemingway”

En un programa que podrá verse mañana, Antonio Skármeta conversa con Héctor Tizón sobre la relación entre alcohol y escritores.

 Por Verónica Abdala

“La medida justa de whisky son dos vasos. Uno es demasiado poco, y tres vuelve a ser poco...” Esa es una de las certezas que incluye el encuentro entre el chileno Antonio Skármeta y el argentino Héctor Tizón, comprometidos a la noble tarea de rastrear el mundo de relaciones entre el alcohol y la literatura. O entre el consumo de alcohol y los literatos, si se quiere. En el marco del ciclo que conduce Skármeta en Canal (á), “Un mundo alucinante”, los escritores intercambian opiniones y anécdotas en torno de sus preferencias etílicas y las relaciones, amables o peligrosas, que se establecen con las personas a partir de la ingesta de alcohol. Y lo hacen acompañados por un coñac –recomendado por Manuel Vázquez Montalbán– que degustan. Sin apuro, como ordena la ortodoxia.
Skármeta (El cartero de Neruda, Ardiente paciencia, Soñé que la nieve ardía, No pasó nada, La chica del trombón) se declara adicto al Pisco Sour, en un encuentro en que descuella como un interlocutor culto y desprejuiciado. Tizón (Sota de bastos, caballos de espadas, El hombre que llegó a un pueblo, La mujer de Strasser), que prefiere un buen vino, cree que el mundo sería de una tristeza inimaginable despojado de la posibilidad de tener una copa en la mano. Los escritores argentinos Guillermo Saccomanno, Abelardo Castillo y Enrique Fogwill, la chilena Marcela Serrano y los españoles Juan Villoro y Juan Madrid aportan, además de algunas buenas historias, su punto de vista sobre el tema.
Tizón esboza desde el principio la idea a la que irá dándole forma a lo largo de una hora, en el programa que se verá mañana a las 20: la satisfacción de beber culmina cuando se impone la necesidad de la moderación. De otro modo, explica, “pasaremos de ese estado de ideal beatitud, en que el espíritu no añora nada y la lengua se destraba, a ese otro bastante más patético en que nos falta todo y arrastramos la lengua como un trapo. Las bebidas son como las mujeres”, concluye. “No es cuestión de arremeter contra ellas. Merecen respeto. Es también comparable al fuego: es hermoso, pero si le das entera libertad te mata. Es un elixir que nos reclama que lo midamos.”
Las reflexiones de los demás entrevistados se van colando en el diálogo. Para Juan Madrid, la borrachera es comparable al orgasmo: “La gracia está en perderse en algo que no eres tú, en ese estado en que el yo se diluye y las prohibiciones se relajan”. Fogwill también defiende el derecho a la embriaguez sin culpas “porque además de relativizar nuestra represión, nos permite acceder a un estado especial de la conciencia, que habilita a los escritores a una cualidad muy valiosa para cualquier narrador: la de oír esa voz interior que nos dicta”.
En ese punto, Tizón disiente: “La borrachera sirve a cualquier fin y a todos, menos a los escritores y los equilibristas”, dice burlón. Y agrega en un tono más serio: “El alcohol rompe con una inhibición muy saludable para el escritor, que es aquella que lo lleva a preguntarse ‘Esto que estoy escribiendo, ¿merece ser leído por otros?’. Entiendo que pueda servir para un arrebato lírico, pero ¿quién puede imaginar que La guerra y la paz podría haber sido escrito por un borrachito?”
La tradición etílica de los llamados poetas malditos y el reemplazo de aquélla por los parámetros de eficacia de la posmodernidad lleva a Marcela Serrano a reflexionar sobre el desprestigio progresivo que afecta al trago: “¿A alguien se le ocurre que una editorial contrate a un escritor que se declare adicto a la bebida? Hoy es impensable que se sostenga el aura que envolvía a aquellos artistas. Ya nadie puede darse el lujo de pasearse borracho como Hemingway”. Saccomanno analiza al alcohol en la novela negra estadounidense “que plantea que un tipo puede ir preso por tomar un trago, por orden de un juez que en el sótano de su casa tiene una bodega”. Y Abelardo Castillo advierte sobre ciertos peligros: “Escribí El que tiene sed absolutamente sobrio y antes había escrito Israfel, que gira en torno de la vida de un alcohólico, sin presentir que el diablo se cobra esas frivolidades. Por eso, algo me condujo después a tomar hasta no poderdetenerme, y me convertí en un alcohólico”. Las historias y las imágenes del carioca Vinicius de Moraes, para el que “El whisky es el mejor amigo del hombre, es como un perro embotellado”, de Ernest Hemingway –afecto al daikiri y los mojitos–, Raymond Chandler, Charles Baudelaire y Malcolm Lowry sobrevuelan el diálogo, como ángeles o fantasmas, según el caso.

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“La bebida es como la mujer, no se puede arremeter”, dice Tizón.
 
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