ESPECTáCULOS › “VIVAMOS OTRA VEZ”, DE FRANÇOIS DUPEYRON

Cuando la campiña se viste de gala

La película francesa ganadora del Festival de San Sebastián 1999 se pregunta de qué está hecha la vida y encuentra la respuesta en una serie de postales turísticas de la vida rural, en las que la lujosa fotografía impone una visión bucólica del paisaje.

 Por Luciano Monteagudo

Pobre Nicolás. El, como su padre, no eligió nacer en una granja y dedicar todos los días de su vida al duro trabajo de campo, que parece no tener descanso. A los 25 años, no quiere resignar la poca vida social que puede llegar a ofrecerle el pueblo –apenas alguna noche de rutina en la discoteca– pero no puede evitar quedarse dormido de cansado en el granero, o incluso al volante de la camioneta familiar. La casa está a punto de ser devorada por las deudas y no hay tiempo ni siquiera para pensar en una novia. ¿Será eso la vida?, se pregunta Nicolás (Eric Caravaca), haciéndose eco del título original del film. ¿Será cuestión de tener el ánimo suficiente como para levantarse cada mañana? ¿Será sufrir como ha sufrido y sigue sufriendo su padre (Jean-Pierre Darroussin), que está al borde de dejarse caer del mundo? ¿O será, quizás, como todavía cree su abuelo (Jacques Dufilho), que vale la pena saludar al sol cada vez que aparece sobre el horizonte y calienta la tierra húmeda? De esas preguntas, un tanto prosaicas, está hecha Vivamos otra vez, que ganó el Festival de San Sebastián 1999 y le valió el premio al mejor actor al veterano Dufilho.
Desde 1988, el director François Dupeyron ha venido filmando regularmente con algunos de los principales nombres del cine francés –Gérard Depardieu, Catherine Deneuve, Nathalie Baye– pero esta es la primera de sus películas que se conoce en Buenos Aires. El suyo parece un cine fuertemente narrativo, bien apoyado en el guión, casi se diría clásico si no fuera por una inclinación desmedida a adornar la imagen con una fotografía melosa, ambarina, que parece contradecir la primera mitad de su film, cuando las sombras se apoderan de la conciencia del joven Nicolás. Se dirá que la naturaleza es imperturbable y que está siempre allí, a disposición de quien la quiera ver y a pesar de las desgracias de este mundo. Pero la cámara de Tetsuo Nagata va más allá, hasta dejarse tentar por unos encuadres de tarjeta postal, con amaneceres o ponientes demasiado trabajados en el laboratorio como para resultar verdaderos.
La verdad, en todo caso, corre por cuenta del joven protagonista, un actor sensible, sutil, que se hace cargo de su personaje con mucha más convicción que la que pone en toda la película el director. Hay algo en Eric Caravaca que le da a Vivamos otra vez la autenticidad que el propio tono del relato desmiente. El cambio de las estaciones, el paisaje agreste, los distintos colores que va adquiriendo el campo con el paso del tiempo, en manos de Dupeyron parecen tan poco creíbles como esa mujer que se aparece de pronto en la vida de Nicolás y que le abre los ojos no sólo al amor sino también a la música y a la belleza de la vida rústica, que hasta entonces él no había sabido ver en toda su dimensión.
Vivamos otra vez se revela hacia el final, peligrosamente, como un posible manual de autoayuda para momentos difíciles, como un film que, con una elegancia tan calculada como académica, propone un regreso a los valores tradicionales –la tierra, la familia, el trabajo manual– casi en plan terapéutico, como si tratara de hacer suya la retórica del consumo new age.

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