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Viviendo en una burbuja

 Por Fernando D´addario

El canillita –avezado vendedor en tiempos de crisis– irrumpió en la peña del Dúo Coplanacu durante una rutinaria conferencia de prensa y lanzó la “noticia”, contundente y seca: “¡Ultimo momento, renunció Duhalde!”. Fueron diez segundos de shock. Periodistas, allegados, músicos, curiosos, evadieron durante ese lapso el corralito coscoíno y cayeron en otra realidad, también ilusoria (por ahora); fingieron estremecerse hasta que comprobaron –títulos de tapa mediante– que la vida sigue igual que hace una semana, es decir, mal, pero sin novedades que la compliquen en forma drástica. Tampoco en Cosquín las hubo: de hecho, nada nuevo pareció despuntar en un festival fagocitado, desde hace años, por una compleja trama de intereses comerciales y políticos. Sin embargo, una vez concedido al canillita los honores relativos a su buen chiste, los presentes en la peña retornaron a su mundo paralelo, en el que los parámetros de la realidad volvieron a pasar por las especulaciones respecto del premio consagración, el precio variable de la melancia (melón, vino, gancia y azúcar, clásico imperecedero de Cosquín) y las hipótesis sobre posibles itinerarios peñeros en la trasnoche de la ciudad.
El viernes pasado se registró un ligero cacerolazo frente a la Plaza Próspero Molina. Muchos grupos y solistas hicieron alusión a la crisis y algunos, en un sinuoso límite entre el compromiso y la demagogia, agregaron cacerolas a su arsenal escenográfico. La constatación de la malaria, por lo demás, estaba más allá de las declamaciones: la circulación casi exclusiva de Lecops, Lecors, patacones por los bares y negocios de Cosquín graficaban la precariedad de ese universo virtual, que pretendía dinamizar una economía paralizada. Los músicos bajaron su cachet, mermó la concurrencia a la plaza, las peñas estuvieron menos concurridas que otras temporadas, entre otros previsibles indicadores de la recesión. De todos modos, como en Hechizo del tiempo, aquella película protagonizada por Bill Murray en la que cada día repetía el anterior, en una bizarra celebración del día de la marmota, Cosquín amanecía cada jornada surmergida en su propia lógica, un orden (o desorden) interno inexpugnable, que no requiere de explicaciones fuera de su jurisdicción cultural. El mundo según Cosquín volvió a ser apasionante, peligrosamente delicioso. Porque, durante nueve días, sumergió a sus habitantes en el olvido parcial o total de la realidad nacional.
La burbuja coscoína, inflada a base de parrilladas intimidantes, guitarreadas eternas y flirteos de diversa especie, no licuó los problemas de esos millares de porteños, cordobeses, santafesinos y norteños transplantados artificialmente a la Meca oficial de las zambas y las chacareras. Pero los postergó: pateó para adelante (es decir, para afuera, bien lejos de las sierras) las vacilaciones del dólar, la adrenalina interbancaria, la crisis agropecuaria. Las calles de Cosquín, los balnearios, las peñas, parecieron dibujar otro país. Intrigante, a veces mediocre o vulgar, pero atravesado por una mística que lo preserva de esa melancolía que avanza, inexorable, cuando se apaga la música.

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